La vinculación es clara. Con un Legislativo dispuesto a tramitar sus iniciativas “sin cambiar una coma”, si el Poder Ejecutivo capturase los órganos de control del Judicial –la propia Corte y la Judicatura–, podría llevar adelante cualquier decisión, hacer constitucional lo inconstitucional o remover a algún juez que se atreva a otorgar un amparo.
Así, bien puede aplicar, sin contratiempos, una contrarreforma con potencial confiscatorio como la de hidrocarburos, tal como desplazar a las energías renovables, obligar a los ciudadanos a entregar sus datos biométricos sin garantías, construir un tren en medio de la selva sin estudios ambientales serios o permitir la reelección de un ministro o un presidente.
Con esta Ley de Hidrocarburos, el gobierno, con la intermediación de reguladores previamente colonizados, podría suspender permisos bajo criterios discrecionales como estimar un peligro para la seguridad energética y nacional. No sólo eso: también ocupar las instalaciones involucradas. Si eso no es expropiación, se le parece demasiado. Unas 1,600 compañías con operaciones en esta industria pueden quedar expuestas a esa precariedad jurídica.
Además, los legisladores de la llamada cuarta transformación se sacaron del sombrero otra iniciativa, aprobada en fast track en Diputados, para librar a Pemex del artículo transitorio que le sujetaba a regulación asimétrica para limitar posturas monopólicas en ventas de primera mano y comercialización de hidrocarburos, petrolíferos y petroquímicos.
La intención de la reforma del 2014 al respecto era clara: favorecer la competencia. La de ahora igual: vuelta a la concentración, a expensas de quienes invirtieron en esos sectores y los consumidores. Pagaremos más, sea en precios más altos de gasolina o diésel, o bien para financiar subsidios que impidan el aumento.
Está por verse si algo de eso se frena por la vía de amparos o a través de los tratados de libre comercio. De lo que no hay duda es que se sigue mandando pésimas señales a la inversión. Más aún con el otro elemento que impregna toda la política energética actual: la fijación con un pasado rebasado, esquivando los desafíos y también las oportunidades del presente y del futuro.
El futuro energético no está en los combustibles fósiles: pelearse con la realidad es absurdo. Mientras en el mundo se establecen objetivos de neutralidad de carbono al 2050, aquí las metas apuntan a 1970. La participación presidencial en la cumbre contra el cambio climático que organizó Estados Unidos lo dice todo: presumir como contribución nacional que hayamos encontrado más petróleo y ser autosuficientes en gasolina.
Qué contraste con el objetivo presentado por Joe Biden de cortar a la mitad las emisiones invernadero a 2030, o con la exigencia de la joven activista de origen mexicano Xiye Bastida, de acabar con los subsidios a hidrocarburos.