Como lo exponen en su libro Repensar la pobreza, los que no somos pobres tal vez estemos mejor informados sobre algunos aspectos de prevención de enfermedades o salud financiera, pero la diferencia es mínima: sabemos mucho menos de lo que nos imaginamos. Más bien contamos con una serie de “pequeños empujones invisibles”, una especie de red paternalista de facto que además de bienestar implica liberación de espacio mental.
No tenemos que preocuparnos de clorar el agua diariamente: llega limpia con solo abrir la llave. Un empleo formal incluye un plan de ahorro no opcional para la vejez, quizá insuficiente, pero, de no contar con él, ¿cuántos tendrían la disciplina de guardar algo cada quincena en un horizonte de 40 años? Más aún, no necesitamos preocuparnos por asegurar la próxima comida, así que eventualmente podemos considerar seguros o planes de largo plazo.
Muchos de los fracasos en los programas sociales del gobierno, lo mismo que de productos y servicios dirigidos a sectores marginados, se deben a que no contemplan eso que quizá por ser elemental se olvida: cómo tomamos decisiones y actuamos, máxime cuando no se cuenta con esa base mínima de protección y facilidades que ahorra tiempo y problemas.
En la aceleración de negocios disruptivos y de impacto socioambiental recurrentemente nos enfrentamos con estos dilemas. Por eso ha sido toda una revelación conocer de cerca cómo se están incorporando las ciencias del comportamiento en un área como la inclusión financiera.
Es crucial tomarlo en cuenta ahora que ésta surge como una oportunidad extraordinaria en el combate a la pobreza, gracias la capacidad disruptiva de las fintech y, en general, al apalancamiento de la revolución digital. De hecho, si no lo hacemos, esta promesa, si la entendemos no como un fin, sino como parte de algo más trascendente, que es la salud financiera esencial para el bienestar y la movilidad social, podría quedar como cartucho quemado o peor.
En un esfuerzo para que emprendedores sociales incorporen las ciencias conductuales en sus estrategias, hemos asimilado cómo es posible que un país como Kenia haya tenido un éxito espectacular en inclusión, gracias a la penetración de servicios móviles, pero no una mejoría en el bienestar financiero. Al corte, ha sido lo contrario.
El porcentaje de kenianos considerado financieramente saludable bajó de 39 a 22% entre 2016 a 2018, a pesar de un acceso a productos y servicios financieros por arriba del 80%, el doble que México. ¿Qué pasó? Ahora dos de cada tres usuarios de crédito sufren de estrés por endeudamiento y un tercio incumple con los pagos. Aunque deban poco, proporcionalmente es mucho.
En todos los niveles de ingresos se habla de un empeoramiento de la situación financiera, pero más entre los pobres. Nosotros nos hemos topado con efectos colaterales similares a lo largo de 15 años de conocer y dar seguimiento a emprendimientos orientados a aumentar y regularizar los ingresos de personas y comunidades en América Latina.