La llamada cuarta transformación parece más bien ser esclava de ideas muertas. La reforma consignaría en el texto constitucional, en nuestro plan de nación pues, varias de esas son falacias.
Primero, la obsesión con centralizarlo todo, de tener absoluto control, aunque no se esté preparado para ello. A diferencia del caso del aeropuerto de Texcoco, la reforma eléctrica no solo involucra un proyecto, sino a la totalidad de las reglas de operación en un sector clave por su transversalidad. Por esa razón el cambio ha procedido de forma cautelosa, a lo largo de casi tres décadas.
Modificar de tajo esa tendencia a favor de una recentralización en torno a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) refleja las preferencias ideológicas del presidente. Así ocurrió con el desmantelamiento del Seguro Popular y la creación del INSABI, con los resultados que todos conocemos.
Segundo, la iniciativa muestra otra de las preferencias presidenciales: redefinir los linderos entre lo público y lo privado a favor del primero. En este caso, el grado de avance es incluso mayor al del aeropuerto y por ello el manotazo que dicha reforma involucra llevaría a innumerables demandas, disputas estado-inversionistas, tanto en el T-MEC como en nuestro tratado con la Unión Europea. Sería la puntilla para la inversión privada y nuestro adiós a una transición energética que urge.
Tercero, la recurrencia constante al concepto de soberanía y el corolario de que es necesario tener campeones nacionales para garantizarla. Hasta ahora, nadie dentro de la llamada cuarta transformación me ha ofrecido una definición clara de lo que entienden por soberanía. Puede haber, por ejemplo, argumentos geoestratégicos legítimos quizá o al menos debatibles.
Sin embargo, si nos guiamos por lo que a veces parece sugerir el presidente – soberanía implica no depender de nadie – el referente son los argumentos de auto-dependencia, tan populares entre los autores norcoreanos de los 70s. De nuevo, no es el mejor ejemplo.