Es verdad que insectos y aves también cooperan con distintos fines, pero solo las personas utilizamos la organización para transformar la realidad, de la mano de las ideas, la innovación y el diálogo; el grado de complejidad que alcanzamos los seres humanos al generar acuerdos y trabajar conjuntamente es lo que nos permite construir sociedades con estructuras de normas definidas e instituciones funcionales.
Más allá del proceso evolutivo que ha tomado varios millones de años, lo cierto es que los avances tecnológicos y el crecimiento económico sólo pueden entenderse por medio de la cooperación entre individuos, en el marco de un sistema que procura -idealmente- que la ciencia y la prosperidad se traduzcan en bienestar para todos.
Por eso se dice que el sistema democrático de gobierno es preferible a otros -como las dictaduras, por ejemplo-: tomar en cuenta las necesidades y opiniones de todos los sectores sociales abre la oportunidad para la creación de una agenda amplia e incluyente. Cuando hay entendimiento entre las personas, la colaboración se torna factible; cuando existe cooperación en una comunidad, el progreso es viable.
Al hablar de colaborar, suele venir a nuestra mente la imagen del esfuerzo coordinado de miles de personas generosas que donan víveres para repartir a damnificados ante el azote de una catástrofe natural; o bien, podríamos pensar en una nutrida marcha activista para exigir pacíficamente el respeto a los derechos humanos.
Sin duda, las anteriores son muestras plausibles de organización colectiva, pero la vida cotidiana también está repleta, aunque de manera más sutil, de miles de ejemplos de trabajo colaborativo.
No debemos pasar por alto que la dinámica de cooperación conformada por redes de distribución nos da acceso todos los días a supermercados y tiendas con numerosa variedad de productos para nuestra familia; la organización humana también es responsable de que, en la actualidad, disfrutemos de inventos revolucionarios como la internet, las computadoras, y los teléfonos inteligentes.