En ocasiones, la percepción de que vivimos en un mundo en crisis nos absorbe y perdemos cierta perspectiva para reconocer que, evidentemente, el mundo ha avanzado en muchísimos rubros para beneficio de la humanidad.
Sin embargo, conscientes de que el progreso se debe en gran medida a luchas históricas y a la movilización social por exigir derechos y oportunidades de desarrollo, resulta pertinente observar aquellas asignaturas pendientes que aún, en pleno siglo XXI, nos siguen lastimando como sociedades.
A simple vista, las desigualdades latentes alrededor del orbe se presentan como una de las deudas que tenemos como especie humana, si es que aspiramos a crear un futuro de justicia y paz auténtica, que se traduzca en plenitud y armonía para todas y todos.
El problema es que la desigualdad representa un fenómeno extraordinariamente complejo, pues se manifiesta en diferentes dimensiones: la brecha económica entre ricos y pobres; la discriminación por razones de raza u origen étnico; la opresión histórica hacia las mujeres.
Además, hay expresiones de la desigualdad que empiezan a asomar con fuerza en la era contemporánea, tales como la falta de acceso al internet de las comunidades marginadas, o la afectación del cambio climático que impactará con mayor intensidad a las poblaciones más vulnerables y con menor capacidad de respuesta.
Es innegable que hace 100 años la desigualdad era mucho más pronunciada que en la actualidad. ¿Qué nos ha permitido ir avanzando para disminuir la brecha entre las minorías privilegiadas y las masas populares desprotegidas? Múltiples factores: el voto democrático universal, el avance de la agenda feminista, el acceso a la educación pública, leyes contra la discriminación, y programas sociales.
En este orden de ideas, a través de políticas públicas y tributación fiscal (impuestos), los gobiernos de los países del mundo hacen un esfuerzo por promover la redistribución de los ingresos, atendiendo las necesidades de los más vulnerables, y generando estrategias para compensar desigualdades que en ocasiones se arrastran desde hace varias décadas -como la segregación de algunas comunidades indígenas-.
Si bien considero fundamental la actuación de los gobernantes y las instituciones públicas para continuar avanzando en la construcción de sociedades más igualitarias, también estoy convencido de que culpar únicamente a las autoridades gubernamentales o a la clase política por las brechas de desigualdad que permanecen, es caer en la simplificación excesiva, cediendo a una tentación estéril.
Es tiempo de cambiar paradigmas y que cada uno de los actores de la sociedad asuma la responsabilidad que le corresponde para atender la desigualdad en sus diferentes dimensiones.
Por supuesto, apostar por la educación y el acceso a la cultura será determinante. Los países con mayor escolaridad y cuya población lee más libros al año, tienen menores índices de desigualdad. Impulsar programas de becas escolares y hacer campañas para fomentar el hábito de la lectura, puede ser un primer paso.