La clave está en la palabra: balance.
Los seres vivientes perseguimos permanentemente un estado biológico homeostático que significa el máximo punto de bienestar con respecto a las posibilidades de supervivencia. Es decir, la vida es una danza que procura el equilibrio justo entre un mar caótico de fuerzas implacables para resistir y prevalecer. Una de estas fuerzas, la más imponente, se conoce en el mundo de la física como entropía, un ímpetu termodinámico que condena al derredor a un destino gélido, caótico y disperso.
El serendípico logro de la vida ha sido, precisamente, desafiar al destino buscando mantener el orden. Para esto, ha sistematizado un sin fin de fascinantes tecnologías —disponibles para los Homo sapiens— como genes, emociones, sentimientos, razón y creatividad. Con este último aliado, con la facultad creativa, el hombre ha diseñado sorprendentes analogías de los procesos existenciales, como la música.
La vida es una sinfonía plena de disonancias que generan dramáticas tensiones y placenteras resoluciones al retornar a su punto correcto. El vaivén se refleja en todo lo que experimentamos, desde lo más minúsculo hasta lo más colosal.
Los átomos se mueven persiguiendo un balance entre fuerzas opositoras. Lo mismo hacen las moléculas, células, organismos, mentes, ecosistemas, planetas, sistemas estelares, galaxias y universos. Se trata de un patrón dinámico siempre presente de tensión-carga-descarga-relajación que el avezado biofísico Wilhelm Reich llama funcionalismo energético. Otra autoridad del pensamiento, Georg W. Friedrich Hegel, propone un símil muy acertado con respecto a la fenomenología psicológica que llama dialéctica, el cual propone que las ideas evolucionan con un proceso interdinámico donde una tesis es enfrentada por una antítesis y el conflicto se resuelve con una síntesis que representa la tesis en un nuevo ciclo:
1) tesis-antítesis-síntesis-tesis
2) tensión-carga-descarga-relajación
Ahora, con esta información, estamos listos para el gran desenlace.