El proceso de quiebra pasará por el desprendimiento de los contratos más caros que tenía firmada la empresa, y que le acarreaban pérdidas millonarias y una deuda imposible. Así podría sobrevivir. La mayoría de los analistas coinciden en que la idea de ofrecer oficinas compartidas es grande, un golazo. Lo que falló terriblemente fue la ejecución y el estimado del mercado potencial. Pero era parte de una bella narrativa, y esta cuenta más de lo que comúnmente se cree.
El auge de la colaboración
En 2019 el economista ganador del Premio Nobel Robert J. Shiller publicó un libro fundacional: Narrative Economics. En él propone el análisis de las historias que nos contamos, y cómo se vuelven virales e influyen en los mercados, a veces radicalmente. Shiller busca medir ese factor que va más allá de valuaciones, objetivos de mercado y casos de negocio. Su objetivo es prevenir algunos de los efectos más adversos las crisis económicas y depresiones.
En este contexto, la economía colaborativa debería analizarse como una narrativa con resultados mixtos, surgida a finales de las primera década del siglo XXI, una historia de la que WeWork es protagonista.
Nacida en 2010, WeWork es quizá la empresa que mejor brandeó el momento. Su fundador, Adam Neumann tenía el sueño de fundar una serie de negocios basada en “nosotros”. Su historia previa a la reciente quiebra se cuenta en detalle en la miniserie de Netflix We Crashed. A toro pasado reímos con la historia y nos preguntaremos cómo fue posible que la empresa llegara a esas alturas, pero lo más triste es que lo fue. La empresa llegó a tener un valor estimado de 47,000 millones de dólares, la mitad que todas las empresas de bienes raíces enlistadas en la bolsa de Nueva York. Eso es el símbolo de la insostenibilidad.
No había ninguna explicación para tal valuación que no viniera del concepto de economía colaborativa. Fue la gran historia que quisimos contarnos al finalizar la primera década del siglo XXI. La gran recesión global había terminado, ocasionada por la ambición de Wall Street. La gente comenzó a buscar una economía más humana, equitativa, justa. No queda claro que lo haya logrado.
Waze se fundó en 2006 como una aplicación que fabricaba mapas, pero rápidamente se adaptó en 2008 como una solucionadora de problemas de tráfico alimentada por los usuarios. El crowdfunding en su versión moderna, apoyada en aplicaciones móviles, cobró fuerza a partir de la crisis financiera, junto con el resto de la industria fintech.
Había algo emocionante en esta narrativa: rompía con lo establecido, era informal, retaba a los poderosos. Palabras como disrupción y equidad ascendieron en el discurso cotidiano. Incidentalmente (¿o no?), Bitcoin salió a la luz en 2009, como un reto a las divisas tradicionales y los bancos centrales.
La historia se agota
El tiempo pasó, y la narrativa de la colaboración ha comenzado a perder brillo. Uber comenzó a verse envuelto en diversas disputas con los gobiernos respecto de los derechos de sus Socios, que para muchos debieran llamarse empleados. La empresa ha ganado buena parte de los conflictos, pero esa relación ya no luce como un pacto entre iguales.
Airbnb ha sido objeto de cuestionamientos por parte de autoridades por el efecto inflacionario y de escasez que la renta para fines turísticos está teniendo sobre la vivienda. Waze fue adquirida por Google, mientras que Bitcoin vive su propio drama. El aura de la primera divisa blockchain se vio empañada por los efectos ambientales de su modelo operativo.