El crecimiento y desarrollo económicos han conseguido sacar a millones de personas de la pobreza en el último siglo. La ciencia, la tecnología y el libre mercado han tenido éxito al mejorar la calidad de vida de la humanidad.
Empero, el progreso se mide por los avances que se obtienen -y son medibles-, en la búsqueda de mejorar el mundo de modo permanente. Si los beneficios no se comparten con la totalidad de los individuos, seguramente hay una falla por corregir.
La evidencia -documentada por economistas como Thomas Picketty y Joseph Stiglitz- indica que cada vez se hace más grande la brecha entre las clases económicas altas y los sectores que viven en condiciones de pobreza.
Con frecuencia se sugiere que las desigualdades son inevitables puesto que cada humano es único e irrepetible. También se acusa a los pobres de “no esforzarse lo suficiente”, distorsionando el concepto de meritocracia.
No obstante, me sirvo de dos argumentos para exponer el enorme daño que resulta de no atender la brecha de desigualdad -y sus causas-, rezagando a quienes padecen el lastre de la precariedad -solo en México, 56 millones de personas-.
Primero, la dimensión ética. La población en pobreza, por definición, carece de lo mínimo necesario para llevar una vida digna. En consecuencia, su contexto le impide ejercer derechos básicos como el acceso a la educación, a la salud, a la alimentación y a la vivienda, por citar algunos.
Lo anterior es inaceptable; aliviar el sufrimiento de las personas, en la medida de lo posible, es una aspiración moral desde la visión humanista. La indiferencia ante el dolor de los más necesitados es sinónimo de decadencia.
Segundo, las implicaciones prácticas de la desigualdad. El Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, afirma que la gran tragedia de la pobreza es que frena el talento y potencial humanos, perjudicando a la sociedad en su conjunto.
Excluir a una parte numerosa de la población tiene repercusiones en el desarrollo económico. Las mujeres y hombres en situación de pobreza tienen menos oportunidades de egresar de la universidad y adquirir competencias profesionales.
Es comprobable que los países con mejores niveles -universales- de educación, salud, alimentación y vivienda disponen de fuerzas laborales mucho más competitivas y productivas, generando dinámicas de innovación y bienestar social.
Así mismo, la marcada brecha de desigualdad entre las clases altas y la gente pobre, alrededor del mundo, ocasiona habitualmente un clima de confrontación entre sectores sociales, que puede derivar en inestabilidad política y polarización.