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De la infalibilidad oficial y otras fábulas suicidas

Guste o no a los legisladores, el esquema parlamentario perderá sentido en poco tiempo, siendo una costosa simulación.
vie 21 junio 2024 06:03 AM
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Es hora de reducir el Congreso de la Unión a una docena de diputados y a una decena de senadores, con 22 legisladores se obtendrá el mismo resultado que con 628 personajes que hablan con una sola voz y repiten los mantras recibidos desde palacio, apunta Gabriel Reyes Orona.

Parafraseando al más sabio de los viejos políticos diremos, la verdad oficial se aprovechará, o se desaprovechará, pero no se discutirá más. En este país ya no habrá más que una sola opinión que valga, la que provenga del púlpito oficial. Las leyes ya no serán valladar que el gobernante deba respetar y las podrá cambiar al gusto. No se equivocará cuando las cosas salgan mal, será culpa de los legisladores, quienes no habrán captado cabalmente la verdad revelada desde la silla presidencial.

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El modelo no es nuevo, ya ha habido esquemas de gobierno en el que la infalibilidad es propia de quien Dios ha puesto entre los mortales para gobernar. Contrariar la palabra de quien se ha hecho del poder resultará un agravio para el Estado. En realidad, si hay 500 legisladores, 1000 o 100, resulta irrelevante, no representan posturas, ideas, o formas de ver la realidad, se trata de personas cuya labor es poner en blanco y negro decisiones administrativas tomadas al más alto nivel, pareceres que han sido convertidos en verdad revelada.

Es hora de reducir el Congreso de la Unión a una docena de diputados y a una decena de senadores, con 22 legisladores se obtendrá el mismo resultado que con 628 personajes que hablan con una sola voz y repiten los mantras recibidos desde palacio. En el nuevo régimen no existe justificación para que cientos de personajes conformen un parlamento, como tampoco para que representen el sentir de las regiones configuradas como entidades federativas, en realidad, también dejamos de ser una federación, para asumirnos como un estado de administración central. Guste o no a los legisladores, el esquema parlamentario perderá sentido en poco tiempo, siendo una costosa simulación.

Lo mismo debe hacerse con el supremo tribunal, no se requieren más de tres auscultadores para decretar que la acción estatal no se discute. Un cenáculo integrado por once repetidores se antoja innecesario.

El presupuesto no será discutido, será el mismo que provenga del despacho del encargado de las finanzas públicas. Las comisiones de vigilancia y seguimiento de gobierno resultarán inocuas, dado que no habrá, ni por asomo, quien cuestione lo que haga el gobierno, y en caso de hacerlo, será como arar en el mar, no tendrá efecto alguno, ya que los jueces no están para hacer escrutinio de nada, sino para hacer realidad las decisiones oficiales, explicando, en sentencias, porque no existe derecho a suspender o anular la acción del gobierno.

Debatir la existencia de mayoría calificada es bizantino, no existe mercancía más barata que la convicción de un legislador priista. Es penoso ver cómo los autores de las deficientes, insuficientes y malogradas leyes electorales hoy se rasgan las vestiduras, cuando fueron ellos los que, en el gobierno calderonista, con supina arrogancia, redactaron algo muy distinto a lo que dice y mandata la Constitución. Todo tipo de profesionistas y no profesionistas se togaron como abogados de la noche a la mañana, asumiendo tener conocimientos jurídicos de los que carecían. Tuvieron la oportunidad de escribir leyes, la que ejercieron llenando la Carta Fundamental con farragosos párrafos, que más le hacen parecer reglamento, que documento fundacional.

Son ellos, lo que ahora dicen que la sobrerrepresentación es el mal que nos llegó en esta elección, los responsables. Fueron precisamente ellos, quienes torpemente la dibujaron en esos documentos bufos conocidos como la legislación electoral. Son ellos, los que crearon el parapeto que terminó con el discurso del fraude electoral, conminando a los ciudadanos a aceptar cualquier resultado que se obtenga de los muy primitivos y rústicos mecanismos comiciales que costosamente se despliegan en nuestro país.

No conformes con ver los resultados de su lesiva obra, quieren reescribir y ser llamados a reformular los renglones que torcieron, en algunos casos, en búsqueda de recovecos, que les permitieran hacerse de cuotas no ganadas en las urnas, y en otros, simplemente por barroca ignorancia de los más elementales conceptos jurídicos. Cuando deberían estar dándose golpes de pecho, ahora buscan espacios para redimir el resultado del proceso electoral, dando sesudas explicaciones que debieron haber escrito, lapidariamente, en los cuerpos de ley. Se les vio durante años hacer fatua ostentación de haber sido parte de la construcción de esos kilométricos párrafos que supuestamente contenían sabiduría pura, sin saber que, con sobrada razón, los juristas hacían constante burla de infausta narrativa construida por lerdos aprendices del derecho.

Derrotados lamen sus heridas, convocan a no rendirse, cuando son los autores de la capitulación que aprovechó a saciedad una fuerza política que supo comprar la voluntad popular, misma que llegó al extremo de endeudarse, para no hacer desaparecer el espejismo ante de la jornada electoral.

Serán tiempos complejos en los que quedará al arbitrio, quizá, hasta el capricho, de quienes se hicieron del poder, el abdicar, o no, a la más absurda e inaceptable infalibilidad que les otorgó el electorado. Podría parecer difícil que eso suceda, pero la historia deja claro que es sólo cuestión de tiempo. De no renunciar a ella, les será arrebatada.

Todas las cabezas coronadas que tuvieron el mismo alcance sucumbieron, claro, primero devastaron sus territorios, empobrecieron a sus poblaciones y dejaron tirados en el camino a quienes a cambio de mendrugos les vitoreaban.

Abundan ejemplos de gobierno de verticalidad extrema, en el que el soberano es sólo arropado por las estructuras burocráticas, las cuales se mueven monolíticamente al son que les toca el factótum. Todos, o casi todos, han acabado mal, muy mal, pero claro, toma años, hasta que se terminan los fondos públicos y el otrora infalible tiene que acudir a la más severa exacción tributaria. La confiscación, disfrazada de tributo, campeará antes de que los erarios y las economías enseñen al pueblo bueno que el autoritarismo a ningún lado lleva. El establecimiento de drásticas cargas tributarias a los que más tienen suele ser aplaudido, hasta que los efectos se traducen en baja de empleos y en la pauperización de las clases más bajas. El proceso no falla, el resultado siempre es el mismo.

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Como muchas sustancias prohibidas, la infalibilidad causa un estado de euforia, un frenesí no refrenable. Incontenible y avasallador se presenta el ímpetu de quien ha logrado coronarse con la infalibilidad otorgada por las masas, pero, tarde o temprano, tiene que aceptar que tal don nos está negado a los mortales.

Así es, no existe duda alguna, volverán las instituciones, los equilibrios, desaparecerán los legisladores y juzgadores incondicionales, rescataremos algún día el estado de derecho, pero no será un partido político, y menos sus dirigentes, quienes alcancen el éxito, será aquel, quien, como el que va saliendo, sepa capitalizar el descontento, el desabasto, el desempleo, la carestía, la inconformidad y todas esas carencias sociales que son el inevitable producto de la autocracia. Todos estos llegarán, después de implantarse, como medida desesperada, la más desastrosa e injusta reforma fiscal, esa, que se aplaudirá por un Poder Judicial simulado.

La inversión productiva y la infalibilidad oficial son viejos enemigos. La banca mexicana permaneció impávida, dado que en el presente sexenio no se movió ley alguna que les pegara en el bolsillo, Conscientemente se les permitió depredar los balances, conservando el más injusto margen financiero del mundo. Sin embargo, poco a poco, veremos cómo son otros países lo que cobijarán, con robustos sistemas jurídicos, a quienes detentan los capitales. El capital conoce y repudia los quebradizos nichos de la inseguridad jurídica. Advertiremos cuando el dinero bancario comience a escasear, aunque no haya anuncios, ni salidas estrepitosas.

En pocas palabras, lo único que queda tras la elección son preguntas, cuándo y cuánto. El costo será elevado, y no será hasta que los impuestos a las ventanas o similares sean insuficientes, cuando la premiada con el don de la infalibilidad sabrá cuan pesada es esa corona, y que tan indeseable se puede tornar ese regalo del pueblo bueno.

Hay quienes han dicho que la volatilidad reciente carece de tamaño para ser llamada crisis, generalmente se trata de quienes han hecho siempre análisis del análisis de otros, pero, el problema es mucho más profundo que un simple movimiento de tipos e índices, llega al fondo del arcón público, a lo más profundo de las finanzas públicas, y, por las malas, veremos cómo la concertación, el acuerdo y el no asumirse infalible no han sido producto de la benevolencia soberano, sino que surgen ante la necesidad que tiene un erario desfondado de atender necesidades

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Nota del editor: Gabriel Reyes es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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