El gobierno de México, por mandato legislativo, analiza la incidencia de los impuestos y el gasto a través de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) del Inegi, pero hay un elemento que no aborda: el cálculo en torno de los índices sintéticos de la pobreza, que no solo implica analizar los impactos que el ingreso tiene ante los impuestos directos y las transferencias en efectivo, sino que también observa la incidencia de los impuestos indirectos y subsidios, en lo que se conoce como ingreso consumible.
John Scott, consejero e investigador académico del Coneval, y ex director de la División de Economía del CIDE, es un referente en esta materia desde que hay datos que lo permiten y sus análisis van mucho más allá que los oficiales; junto con Nora Lustig, directora del Commitment to Equity Institute de la Universidad de Tulane e investigadora del Georgetown Americas Institute.
Ambos no se andan por las ramas:
“El sistema fiscal en muchas instancias empobrece a los pobres”, sostiene Nora Lustig. “El sistema fiscal es empobrecedor, en el sentido de que el efecto post fiscal en la parte monetaria aumenta la pobreza total”, añade John Scott.
¿Cuál es el comportamiento promedio que tiene el ingreso de las personas en la línea de la pobreza, antes, durante y después de las intervenciones fiscales?
Con información de John Scott y Nora Lustig, quienes son parte de la Comisión Independiente para la Igualdad con Justicia Fiscal (Cijuf, un grupo independiente de economistas cuyo objetivo es promover reformas para que el Estado mexicano tenga un sistema fiscal justo, equitativo y eficiente), esta historia se desgrana así:
Primero, antes de cualquier intervención fiscal, está el ingreso de mercado que es el que los hogares reciben de sus actividades productivas sin considerar ninguna transferencia e impuestos. Posteriormente, el ingreso va registrando diferentes cambios a partir de las diferentes intervenciones del gobierno, a través de los impuestos directos e indirectos, así como de las trasferencias.
Así, el ingreso neto de mercado que ya integra los impuestos directos (ISR, contribuciones a la seguridad social), refleja un ligero aumento en la pobreza extrema; algo natural, considerando que hay un impuesto directo al ingreso de mercado que reduce el dinero que originalmente se había recibido.
Después está el ingreso bruto, que integra el ingreso neto de mercado y las transferencias en efectivo (el programa de adultos mayores, la pensión de discapacidad, becas, etcétera); con éste, se reduce la pobreza porque los programas sociales sí logran llegar a los más pobres.
Acto seguido, está el ingreso disponible, que contempla las dos transiciones anteriores, que en general registra una reducción en la pobreza extrema.
Hasta aquí, puede sostenerse que el efecto de impuestos directos y transferencias directas, sobre todo en las personas en la línea de pobreza, se mantiene prácticamente igual; es decir, pagan lo mismo al fisco de lo que éste les regresa.
Finalmente, está el ingreso consumible, que considera impuestos indirectos (todos los que se basan en el consumo) y subsidios.
Y es aquí donde vienen los impactos para las personas más pobres. Ejemplo: se piensa que el subsidio a las gasolinas protege a los consumidores vendiendo el combustible más barato de lo que se vende en los mercados internacionales; sin embargo, para el consumidor de menores ingresos, el subsidio se convierte, en realidad, en un impuesto, porque si bien no paga directamente el impuesto porque no tiene carro, sí consume transporte público y el costo de este servicio le causa indirectamente un impuesto que afecta entonces su poder adquisitivo final.
“Otra manera de ver esto es que, a pesar de las transferencias de dinero que reciben los pobres, que de algún modo ayudan a reducir la pobreza, una vez que se consideran los impuestos totales e indirectos, el efecto se revierte y al final esta población se empobrece”, explica John Scott.
¿Qué tendría que pasar para mover la hoja de ruta?
“Es necesario pensar en mecanismos de focalización donde los recursos vayan a la población pobre”, explica Nora Lustig. “Introducir la racionalidad basada en la evidencia, que nos permita responder si los programas cumplen con su objetivo o no y, si no lo están cumpliendo, qué tenemos que hacer para lograrlo”.