Estamos ante un cambio en los equipos de trabajo —y en el valor del trabajo mismo— que no podemos ignorar. Desde hace unos años, con la irrupción de la Generación Z en el mercado laboral, todos hemos tenido que ajustarnos a nuevas realidades y hacernos cuestionamientos que, como líderes, nos tocan profundamente.
Del jefe al facilitador, el liderazgo que la Gen Z necesita

La Generación Z o centennial, nacida aproximadamente entre 1997 y 2012, tiene una actitud hacia el trabajo marcada por la búsqueda de propósito, autonomía y autenticidad. A diferencia de generaciones anteriores, no conciben el empleo como una simple fuente de ingresos, sino como un espacio donde buscan sentirse valorados y escuchados, y desean que estos espacios se alineen a sus valores personales.
Son críticos frente a estructuras jerárquicas rígidas o liderazgos autoritarios. Prefieren entornos colaborativos, flexibles y diversos, donde puedan crecer profesionalmente sin sacrificar su bienestar emocional ni su identidad. Y eso, como líderes, supone un reto mayúsculo pues nos confronta con nuestros propios traumas generacionales sobre el trabajo.
¿Qué no los millennials éramos los ‘cool’? ¿En qué momento nuestros colaboradores nos empezaron a ver como una generación adicta al trabajo? Más importante aún, ¿de qué manera podemos cerrar la brecha y rescatar lo mejor de todos los mundos?
Las organizaciones, y en especial las empresas, tienen un objetivo en común: ofrecer un producto o servicio, que alguien quiera comprar, hacer todo esto de forma rentable, con los recursos adecuados, que incluyen el capital humano.
Los números no cambian, el ideal y meta de la rentabilidad y productividad tampoco, pero sí cambia la gente y por ello la forma de ejercer el liderazgo.
Esta generación no busca líderes que los observen desde arriba, sino que los acompañen desde la horizontalidad, responden a la coherencia más que a la autoridad. Y en este sentido, el líder debe transformarse de una persona que dice qué se debe de hacer, a un facilitador que les permite descubrir cómo hacerlo mejor, con autonomía y creatividad. Es pasar de controlar a confiar.
Cuando estás acostumbrado a ver el liderazgo como una cuestión de dirección, de marcar el rumbo, mantener el control y tomar decisiones difíciles, replantear ese pensamiento puede parecer titánico, pero es a lo que nos obliga esta nueva convivencia transgeneracional: convertirse en un facilitador, no alguien que tiene todas las respuestas sino que crea espacios para que surjan de forma colectiva y a veces hacerse a un lado.
Desde la flexibilidad y el entendimiento de lo que las nuevas generaciones valoran —como el balance y el significado—, estamos ante la posibilidad de crear liderazgos más profundos, que van más allá de cuántas decisiones tomamos, sino cuántas decisiones habilitamos.
Para lograrlo, tenemos que aprender sobre una parte donde hemos tenido poco contacto, conectar más con lo emocional, y ser (más) humanos sin dejar de ser estratégicos. Es cuidar la cultura del equipo, identificar las tensiones y fomentar la diversidad de pensamiento, sin dejar de pensar en cómo va de la mano para alcanzar los objetivos del negocio, NO es manipular para crecer, es creer y hacer para CRECER.
Trabajar con la Generación Z me ha enseñado que el futuro del liderazgo no está en la figura del héroe solitario, sino en la inteligencia del colectivo. Hacer que todos se sientan y sepan capaces. Y eso, aunque al principio me incomodó, hoy lo considero una de las lecciones más valiosas de mi carrera.
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Nota del editor: Aída Oropeza es Gerente Global de Marketing y Relaciones Públicas en Beyond Technology. Es apasionada por la tecnología y su impacto en los negocios, dedica además su tiempo a hacer voluntariado en programas de responsabilidad e inclusión social. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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