Las universidades tienen la misión fundamental de generar conocimiento útil y aplicable, y demuestran su capacidad de impacto en el entorno. Según el Índice Mundial de Innovación (GII) 2024 de la OMPI, México se posiciona como la tercera economía más innovadora en América Latina (56º a nivel global entre 133 países), superado por Brasil (50º) y Chile (51º).
La universidad como catalizador de la innovación

Un rasgo típico que explica esta realidad es la pérdida constante de competitividad relativa del agregado de la estructura productiva que ha implicado un desplazamiento de empresas fuera del mercado, una pérdida de interrelaciones productivas innovativas, y un desplazamiento del grueso de la ocupación hacia actividades de menor productividad relativa o cuyo crecimiento real ha sido muy lento. Progresivamente se ha debilitado la dinámica empresarial, –empresas de menor complejidad, cuyas ventajas competitivas se han ido erosionando al no poder desarrollar estrategias de innovación-.
Si bien los pilares de innovación de México (Instituciones: 106º; Infraestructura: 71º; Sofisticación del mercado: 56º; Sofisticación empresarial: 56º; Producción de conocimientos y tecnología: 55º) revelan desafíos, el país demuestra sólidas fortalezas en la materialización de la innovación: ostenta el primer puesto mundial en exportaciones de productos creativos, el 11º en exportaciones de alta tecnología y el 15º en fabricación de alta tecnología. Estos indicadores subrayan el vasto potencial de México para avanzar en el horizonte de la innovación.
La participación activa de las empresas es fundamental para capitalizar este potencial. La industria debe buscar estructurar colaboraciones más abiertas y flexibles con universidades y centros de investigación para acceder rápidamente a nuevas ideas y tecnología. A pesar de que la mayoría de las empresas comprenden la importancia de la innovación, pocas están satisfechas con su propio desempeño. En este contexto, la velocidad es crucial: si la colaboración es lenta, pierde valor, priorizando la eficiencia sobre la perfección, incluso asumiendo mayores riesgos.
Para una colaboración fructífera, universidades y centros de investigación deben considerar:
1. Rapidez y agilidad: Las empresas priorizan ser pioneras en el mercado. La colaboración debe ser ágil para no perder valor, impulsando la eficiencia en lugar de buscar la perfección absoluta, lo que implica una mayor tolerancia al riesgo.
2. Enfoque por fases en I+D: En proyectos conjuntos, es crucial adoptar un enfoque por fases y tener una comprensión clara de la posición inicial en temas clave como la propiedad intelectual. Esto brinda flexibilidad en las negociaciones tempranas y facilita la gestión del riesgo inherente a la innovación radical.
3. Transparencia y objetivos claros: La colaboración debe fundamentarse en la transparencia y claridad de objetivos para fomentar la sinergia en lugar de la confrontación. Actuar con rapidez, pero preservando siempre la buena voluntad a largo plazo, es esencial.
La innovación debe ser parte intrínseca del core de negocio de las empresas. Para ello, es vital fomentar activamente una cultura donde todos los empleados compartan ideas, utilizando mecanismos eficientes de filtrado y desarrollo de propuestas innovadoras. Las empresas no carecen de ideas, sino de la capacidad para elegir cuáles apoyar y escalar.
La innovación es inherentemente riesgosa, lo que exige un enfoque centrado en la gestión del riesgo, no en su eliminación. Aquí es donde las universidades actúan como nodos estratégicos, facilitando el acceso a conocimiento científico y tecnológico de frontera. Esta cercanía permite unir ideas innovadoras con activos de propiedad intelectual, lo que es fundamental para definir espacios de oportunidad claros y priorizar proyectos con alto potencial. La colaboración estrecha entre empresa y academia, desde la concepción del producto hasta su fabricación y comercialización, es clave para el éxito.
Este proceso colaborativo se construye sobre tres elementos fundamentales: un problema relevante a resolver, una tecnología que lo habilite y un modelo de negocio que genere ingresos. La colaboración multidisciplinaria y el uso activo de activos intangibles de propiedad intelectual son esenciales para llevar las innovaciones desde la idea hasta el usuario final de manera efectiva, compartiendo costos y acelerando la llegada al mercado.
El valor de los activos intangibles de propiedad intelectual no reside solo en su rendimiento técnico, sino en cómo se integran en soluciones de proceso o producto específicas para cada industria. Por ello, es vital equilibrar simultáneamente los requerimientos técnicos (costo y riesgo de desarrollo y producción) con los requerimientos comerciales (funcionalidad y rendimiento para los usuarios finales). Ignorar este diálogo con el entorno expone a las universidades a convertirse en entes abstractos. Su vitalidad y capacidad de impacto solo cobran vida al unirse y colaborar activamente con su entorno, a través de sus estudiantes (fuente de creatividad y nuevas iniciativas) y sus investigadores (generadores de conocimiento y desarrolladores de tecnología).
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Nota del editor: Juan Alberto González Piñón es Director Corporativo de Innovación y Transferencia de la Universidad Panamericana. Síguelo en LinkedIn . Las opiniones expresadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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