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El Tecnofeudalismo, ¿el fin del capitalismo o su última mutación?

El capital que manda no está en las fábricas, sino en los algoritmos que habitan en nuestros dispositivos.
mar 21 octubre 2025 06:00 AM
El capitalismo "despierto" y las marcas dormidas
La innovación no ha muerto, pero se ha vuelto prisionera. Ya no se orienta a abrir mercados, sino a reforzar ecosistemas cerrados y maximizar la dependencia. La creatividad tecnológica existe, sí, pero encadenada a la lógica de la renta, considera León Ruíz. (iStock)

Durante dos siglos, el capitalismo fue el motor de la modernidad: producir más, competir mejor, innovar siempre. Pero algo se quebró en ese espejo. Hoy, el crecimiento ya no depende del capital físico ni de la competencia, sino del control de nuestras conductas. No se trata de fabricar productos, sino de administrar deseos.

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¿Sigue siendo eso capitalismo o ya jugamos bajo reglas nuevas?

Yanis Varoufakis, el economista heterodoxo y exministro de Finanzas griego, lleva la tesis un paso más allá: el capitalismo, tal como lo conocíamos, ha terminado. En su lugar ha emergido un nuevo régimen que denomina tecnofeudalismo. Suena excesivo, incluso distópico. ¿Estamos siendo alarmistas? Quizá. Pero la historia no nos juzgará por predicciones fallidas, sino por las transiciones que no supimos nombrar a tiempo.

El capitalismo clásico se sostenía en un principio claro: inversión en capital físico para producir bienes que compitieran en el mercado. El molino molía trigo, la máquina de coser producía ropa, el robot ensamblaba autos. La ganancia era fruto de la inversión y el riesgo.

Hoy, el motor es distinto. El capital que manda no está en las fábricas, sino en los algoritmos que habitan en nuestros dispositivos. Varoufakis lo llama “capital de la nube”: sistemas diseñados no para producir cosas, sino para moldear comportamientos. No venden pan, sino que deciden qué pan querremos mañana. No nos ofrecen un mercado abierto, sino un ecosistema cerrado con reglas propias.

Aquí emerge la clave feudal: la sustitución de la ganancia por la renta. La renta no depende de innovar o arriesgar, sino de cobrar por el acceso. El tecnofeudalismo es, en esencia, la supremacía de la renta sobre la competencia.

Amazon parece un mercado digital, pero en realidad es un jardín amurallado. Su algoritmo no muestra todas las opciones, sino las que maximizan lo que la plataforma puede extraer. Sus comisiones de referencia suelen rondar el 15%, pero al sumar servicios de logística, almacenamiento y publicidad, los vendedores pueden terminar entregando cerca del 40% de su ingreso total. Uber tampoco es un mercado de transporte: es un algoritmo que dicta tarifas, rutas y visibilidad. Para conductores y usuarios, no existe alternativa real. Están dentro o están fuera.

En América Latina, Rappi opera con un modelo similar. Sus comisiones varían entre 15% y 30%, según el tipo de restaurante y el servicio de entrega contratado. En todos los casos, la plataforma define las condiciones y captura la mayor parte del margen. Mercado Libre, por su parte, cobra entre 8% y poco más del 20% por venta, aunque los costos adicionales de envíos y exposición publicitaria pueden elevar la cifra efectiva.

Y la lógica no se detiene en el consumo. Plataformas como Salesforce o Google Cloud se han convertido en los señores de la infraestructura empresarial. No venden solo software: cobran peaje por almacenar, procesar y analizar los datos de empresas que ya no pueden operar fuera de su órbita.

La analogía con el feudalismo no es exacta. En la Edad Media, la servidumbre era hereditaria; hoy existe movilidad, pero con costos tan altos que la dependencia se asemeja a una servidumbre contractual. La metáfora sirve para iluminar la nueva arquitectura del poder: el acceso al consumidor ya no es libre, sino mediado por señores digitales que extraen rentas por el derecho de paso.

Algunos dirán que esto sigue siendo capitalismo digital. Tal vez. Pero el cambio no está en la etiqueta, sino en la estructura. La innovación no ha muerto, pero se ha vuelto prisionera. Ya no se orienta a abrir mercados, sino a reforzar ecosistemas cerrados y maximizar la dependencia. La creatividad tecnológica existe, sí, pero encadenada a la lógica de la renta.

Para un CEO mexicano, el dilema no es teórico. ¿Cómo compites si tu acceso al cliente depende de un algoritmo que decide tu visibilidad? ¿Cómo proyectas márgenes si la plataforma puede cambiar las condiciones de la noche a la mañana? Hay ganadores —algunos vendedores se enriquecen, y miles de conductores encuentran ingresos adicionales—. Pero la estructura general es de subordinación: las empresas medianas y pequeñas dependen de ecosistemas donde no definen las reglas. La competencia se sofoca porque lo que decide quién sobrevive no es la calidad del producto, sino la capacidad de pagar peaje.

Varoufakis advierte además de una bifurcación global. En Occidente, el poder se concentra en corporaciones privadas como Meta, Apple o Amazon. En China, el modelo es distinto: las grandes tecnológicas operan bajo la supervisión del Estado. El caso de Jack Ma y la suspensión de la salida a bolsa de Ant Group lo demuestra. China impulsa el yuan digital y sistemas de pago propios que podrían desafiar la hegemonía de Visa o Mastercard. No es un modelo más justo, pero sí un equilibrio distinto: capitalismo digital con control estatal.

El costo humano y el desafío del liderazgo

El trabajador de Uber no es un microempresario libre. Es un asalariado sin contrato, a merced de un algoritmo opaco. El consumidor tampoco es soberano: es un sujeto manipulado por sistemas que explotan sus sesgos.

Estudios de la OIT confirman la precariedad de quienes trabajan en plataformas digitales: gran parte carece de seguridad social, protección laboral o ingreso estable. La Asociación Americana de Psicología documenta los efectos psicológicos del uso intensivo de apps: ansiedad, adicción, pérdida de agencia.

Y lo más inquietante: lo aceptamos. Nos parece normal que Netflix decida qué vemos, que Google filtre lo que buscamos, que Amazon seleccione lo que compramos. En el gran trueque del siglo XXI, confundimos conveniencia con libertad.

Las salidas no son sencillas. Varoufakis propone socializar los algoritmos, que Uber funcione como un servicio público local. Más realista sería exigir interoperabilidad, como plantea la Unión Europea en su Digital Markets Act: que un post en X pueda leerse también en BlueSky o Threads.

Pero incluso eso puede ser insuficiente. La interoperabilidad podría unir feudos sin derribar sus muros. Otra vía es tratarlas como utilities: regular sus comisiones y obligar transparencia algorítmica, igual que con la electricidad o el agua.

El obstáculo no es técnico, es político. Ningún país por sí solo puede regular corporaciones globales. Solo una acción coordinada —Unión Europea, Estados Unidos o bloques regionales como Mercosur— podría reequilibrar el tablero.

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Para los líderes empresariales, la pregunta es brutal: ¿qué significa liderar en un mundo donde las palancas clásicas —competencia, innovación, eficiencia— ya no garantizan ventaja? Seguir pensando en “ganar mercado” es pelear la batalla equivocada. Lo urgente es reducir la dependencia de los ecosistemas cerrados, recuperar agencia y diseñar autonomía digital.

Los gobiernos enfrentan el mismo dilema. Negocian con Big Tech como si fueran Estados soberanos. Y a menudo, lo son.

El tecnofeudalismo no es futuro. Es presente. Cada clic en Amazon, cada trayecto en Uber, cada scroll en TikTok es un recordatorio de que jugamos en tierras prestadas.

La pregunta que queda —para esos empresarios que creen, con alivio, que el capitalismo siempre se reinventará— es simple y devastadora: ¿esa reinvención será un acto de sumisión pasiva a un nuevo señor o un ejercicio consciente de creación?

¿Queremos ser vasallos satisfechos en jardines amurallados o arquitectos de un nuevo pacto digital que devuelva, a personas y empresas, el sentido de la libertad y el propósito?

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Nota del editor: León Ruiz es un estratega en educación, aprendizaje y empleabilidad, con una trayectoria enfocada en cerrar la brecha entre la formación y el acceso a trabajos aspiracionales y bien remunerados. Ha liderado proyectos de transformación laboral, como la creación de ecosistemas de empleabilidad, estudios sobre el futuro del trabajo y modelos innovadores de capacitación. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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