Llegamos a la última parte del año y con ello se avizoran impuestos, algunos sumamente absurdos. Uno que va a implementarse para 2026 es el recargo dirigido a los videojuegos “violentos”, una medida que cada cierto tiempo resurge como si fuera una solución milagrosa para proteger a jóvenes y adolescentes y en esta ocasión se hará una realidad. En el discurso político suele sonar convincente: el Estado como figura que cuida, que regula, que interviene para evitar supuestos daños. Pero en la práctica, este tipo de propuestas revela una profunda incomprensión sobre cómo operan las dinámicas digitales en México.
Los impuestos de lo absurdo
El argumento central es que encarecer estos títulos disminuirá su consumo. Pero la lógica económica no funciona así en el entorno digital. Aumentar el precio no disuade a un adolescente con interés genuino por un videojuego; solo lo empuja hacia rutas alternativas. Eso significa piratería: cracks, copias clandestinas, descargas desde sitios inseguros, instaladores modificados y archivos cargados de malware. Lejos de reducir riesgos, el impuesto los incrementa. En vez de comprar legalmente, los usuarios terminan expuestos a virus, robo de datos, fraudes y redes de ciberdelincuencia que operan en foros y plataformas ilícitas. Es una consecuencia predecible pero ignorada cada vez que esta idea vuelve a escena.
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La otra falla estructural es que México no cuenta con un sistema serio y obligatorio de clasificación de videojuegos. Mientras en Estados Unidos existe el ESRB y en Europa el PEGI (mecanismos consolidados que informan de manera clara sobre el contenido), aquí seguimos atrapados en narrativas moralistas que atribuyen a los videojuegos un impacto directo en la violencia social. La discusión rara vez se centra en educación digital, acompañamiento familiar, pensamiento crítico o criterios pedagógicos; se queda en la superficie, culpando al producto en lugar de abordar el contexto.
Este vacío regulatorio alimenta un ciclo negligente: el Estado evade la responsabilidad de formar ciudadanos digitales, las familias carecen de información para tomar decisiones y la conversación pública se desplaza hacia soluciones recaudatorias disfrazadas de políticas de protección. En lugar de trabajar en prevención, se opta por cobrar más. En lugar de educar, se penaliza el entretenimiento. Y en lugar de enfrentar la violencia real, se reciclan debates que desvían la atención y simplifican un fenómeno profundamente complejo.
Más preocupante aún es el uso político de estas iniciativas. Funcionan como distractores, como medidas que buscan proyectar acción sin modificar nada en términos estructurales. Un impuesto a los videojuegos no reducirá la violencia ni mejorará la seguridad digital. Tampoco sustituye políticas públicas robustas, programas de alfabetización tecnológica o estrategias de combate al cibercrimen. Es, simplemente, una respuesta fácil ante un problema difícil y por qué no decirlo, una medida abusiva.
Los videojuegos violentos no desaparecerán por decreto fiscal. Lo que sí puede desaparecer es la confianza de millones de usuarios que sentirán que se les castiga por una actividad que, en muchos casos, impulsa habilidades cognitivas, estratégicas y digitales. El único mercado que crecerá con una medida así será el mercado negro, con todos los riesgos que ello implica.
México necesita soluciones reales. Clasificación obligatoria alineada a estándares internacionales. Educación digital desde edades tempranas. Formación para madres y padres que les permita comprender el entorno tecnológico. Fortalecimiento del marco institucional para prevenir delitos digitales y combatir la piratería. Todo lo demás es simulación.
La violencia no se combate encareciendo una caja en el anaquel. Se combate con conocimiento, criterio, regulación moderna y prevención. Insistir en impuestos a los videojuegos es insistir en mirar hacia donde no está el problema.
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Nota del editor: Carlos Ramírez Castañeda es especialista y apasionado por el Derecho Informático, particularmente en ramas de Ciberseguridad, Cibercriminalidad y Ciberterrorismo. Tiene un Máster en Derecho de las Nuevas Tecnologías de la Información y Comunicaciones de Santiago de Compostela España, Doctor en Administración y Políticas Públicas de México. Es colaborador de diversas instituciones académicas y gubernamentales, profesional siempre interesado en temas de ciberprevención particularmente con sectores vulnerables. Síguelo en Twitter como @Ciberagente . Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
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