David Rockefeller, último de una generación extraordinaria de coleccionistas
Nota del editor: Glenn Lowry es director del Museo de Arte Moderno de Nueva York , Estados Unidos. Las opiniones vertidas en este artículo pertenecen exclusivamente a su autor.
(CNN) – Este mes, la casa de subastas Christie's pone a subasta más de 1,000 obras de arte y objetos finos de la colección del banquero y filántropo David Rockefeller y su esposa, Peggy, en seis eventos que se llevarán a cabo a lo largo de tres días y en una venta en línea de 11 días.
Las ganancias, que Christie's estima que superarán los 500 millones de dólares, se destinarán a las muchas organizaciones benéficas a las que la pareja apoyó durante su vida, incluido el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA).
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David Rockefeller, quien murió en marzo pasado, fue uno de esos individuos multifacéticos singulares que sobresalió en casi todo lo que hizo. Fue famoso como banquero, empresario, líder cívico, filántropo, conservacionista y desarrollador, entre muchas otras cosas. Crear instituciones le gustaba tanto como la política exterior y la economía, pero sobre todo, amaba coleccionar.
En muchos sentidos, nació para hacerlo. Tanto su madre, Abby Aldrich Rockefeller, como su hermana, Lucy, fueron coleccionistas famosas y sus intereses oscilaban entre las impresiones y los dibujos modernos y los textiles chinos antiguos.
Cuando estudiaba en Harvard, David pasó muchas tardes agradables con su tía en Providence (cuya colección es ahora parte de las posesiones clave del museo de arte de la Escuela de Diseño de Rhode Island) y solía hablar de la influencia de su madre en su gusto y en su interés por rodearse de objetos hermosos.
En 1929, cuando tenía 14 años, su madre y varias de sus amigas fundaron el MoMA; de cierta forma, el museo fue su segunda casa: estaba en un edificio adyacente a la casa en la que nació.
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Después de casarse con Peggy, en 1940, empezaron a coleccionar arte en serio y tuvieron la suerte de que su guía fuera Alfred Barr, el director fundador del MoMA. A lo largo de más de 50 años, él y Peggy compraron algunas de sus mejores pinturas como Fillette à la corbeille fleurie y The Reservoir, Horta de Ebro de Picasso , así como el retrato que Gaugin hizo del pintor holandés Meyer de Haan y Roadstead at Grandcamp de Seurat. Solían comprar estas obras a una generación anterior de coleccionistas legendarios como Alfred Chester Beatty y Gertrude Stein.
Lo que más me llamó la atención de David, a quien tuve la fortuna de conocer a mediados de la década de 1990, cuando me volví director del MoMA, es que aunque le daba placer buscar obras de arte hermosas, le daba aún más placer compartir sus adquisiciones con los demás.
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Se obsesionaba en su búsqueda y le aplicaba una intensidad que sospecho que adquirió cuando era niño y empezó a reunir la que sería una de las mejores colecciones privadas de insectos del mundo, pero nunca olvidaba que las obras de arte estaban hechas para verlas y entenderlas en el contexto más amplio posible.
David escuchaba consejos alegremente, pero al final, él y Peggy tomaban su propia decisión sobre lo que compraban. Vivían con su arte en Nueva York, en el pueblo de Tarrytown y en sus casas en Maine.
Peggy pudo haber sido decoradora de interiores porque tenía una sensibilidad aguda para combinar obras de arte y objetos. Recuerdo claramente el gusto que le daba a David mover una pintura de un sitio a otro y al hacerlo, descubrir algo inesperado en esa obra de arte.
La energía de David era legendaria. Podía caminar durante horas y navegar todo el día sin cansarse, incluso en sus últimos años. Aún a los noventa y tantos disfrutaba de hacer largas visitas a los estudios de los pintores que le interesaban, como Ellsworth Kelly y Jane Hammond, y le encantaba ir a las galerías de SoHo y Chelsea para ver qué había de nuevo.
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Creo que una de las razones por las que su mente seguía siendo muy ágil a una edad en la que muchos habrían empezado a chochear es que le encantaba lo nuevo y siempre quería aprender. A menudo aprendía comprando y descubriendo la obra de pintores nuevos, como James Siena, cuando visitaba las galerías, hace una década.
Nada despertaba tanto su interés como tener que tomar una decisión estética. Dos semanas antes de morir, con 101 años de edad, varios de sus amigos lo acompañamos al Caribe para pasar un fin de semana largo.
Alguien iba a publicar un libro sobre jardines y tenía que escoger la imagen de la portada. La editorial había enviado varias opciones, pero nadie estaba seguro de cuál sería la mejor, así que decidimos mostrárselas a David.
Las miró unos minutos y luego, con una confianza inequívoca, dijo: "Esa", y esa fue la elegida. Había entrenado el ojo durante toda una vida y podía tomar decisiones sobre cualquier cosa visual, además de que tenía la capacidad asombrosa de elegir siempre la imagen o la obra de arte correcta.
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Se ha dicho que David fue el último de una generación extraordinaria de coleccionistas y filántropos y en ello hay mucho de verdad. Creció en un mundo de privilegios, pero nunca dejó que lo definieran.
Siguió siendo fiel a sus valores y entendió que retribuir algo a su ciudad, a su país y a las instituciones que le importaban era tan importante como crear riqueza nueva y que el amor a la belleza era una dimensión esencial que había que cultivar en el ser humano. Seguramente pasará mucho tiempo para que volvamos a ver a alguien como él.