En ese contexto, las estimaciones sobre el crecimiento del PIB para este año se vienen corrigiendo a la baja. El promedio de las proyecciones de analistas recopiladas por el Banco Central pasó de un crecimiento estimado del 3.5% del PIB en enero al 3.2% en el informe de comienzos de marzo. Para el año próximo, el alza se desaceleraría al 2.4%.
Ese bajo nivel de crecimiento que no llega a recuperar las caídas registradas desde 2015, en un contexto de altos costos de producción y un ineficiente sistema tributario, empieza a empujar la salida de compañías multinacionales. En enero, Ford anunció que este año cerrará todas sus fábricas y dejará de producir en Brasil después de 54 años. A eso se sumó la decisión de Sony, que cerrará sus actividades en el país a fines de marzo.
El panorama luce desafiante, pero amenaza con complicarse aún más con el agravamiento de la crisis sanitaria. En los últimos días, Brasil volvió a convertirse en el epicentro mundial de la pandemia con un ascenso vertiginoso del número de muertes y contagios ante la alta transmisibilidad de la nueva cepa surgida en la ciudad de Manaos.
Ese escenario dramático tornó más notoria aún la pobre gestión oficial para conseguir vacunas. Al 11 de marzo, el 5.6% de la población había recibido una dosis, y apenas 2.3%, las dos. En ese marco, los gobiernos de los dos estados más grandes —São Paulo y Río de Janeiro— vienen adoptando nuevas restricciones a la movilidad.
A diferencia de lo ocurrido el año pasado, la segunda ola del coronavirus encuentra a la economía brasileña con escasas herramientas para atender las urgencias sociales. En medio de esas carencias y transcurrida ya más de la mitad de su mandato, Bolsonaro sigue deambulando en busca de una salida al laberinto que impulse, al fin, a la principal economía de América Latina.