En ese marco, las perspectivas para la actividad económica vienen empeorando. Ya en el segundo trimestre, el PIB registró una caída de 0.1% con respecto al trimestre anterior, según el Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística (IBGE).
Con ese freno, los pronósticos se están recalculando a la baja. De acuerdo al último Relatório Focus —un informe semanal del Banco Central do Brasil que promedia las estimaciones de analistas y consultores—, el PIB crecerá 5.15%, por debajo del 5.3% proyectado un mes atrás.
Esas expectativas asumen una inflación en alza y una suba de las tasas de interés, lo que tendría un efecto negativo sobre el consumo.
A eso hay que sumar los probables impactos sobre el sector eléctrico de la mayor sequía de los últimos 91 años en Brasil. Como buena parte de su energía generada por centrales hidroeléctricas, la falta de agua podría derivar en apagones masivos hacia fines de año. La crisis hídrica, sumado a un año electoral que se proyecta turbulento, redujo a menos del 2% los pronósticos del crecimiento del PIB para el año próximo.
Con Bolsonaro cada vez más aislado, la posibilidad de un juicio político, descartada hace apenas un mes, vuelve a recobrar fuerza. La decisión expresada por el presidente el martes pasado de no respetar más las órdenes judiciales de Alexandre de Moraes (“la paciencia de nuestra gente se ha agotado; él, para nosotros, ya no existe”) parece haber franqueado un límite.
De hecho, luego de los actos del 7 de septiembre, João Doria, gobernador de São Paulo, el estado más rico del país, se manifestó por primera vez a favor de un juicio político a Bolsonaro.
Del otro lado, aunque está cada vez más acorralado, el presidente cuenta para resistir con un núcleo fiel de seguidores que ronda el 25% de la población. Entre tanta tensión e incertidumbre, la única certeza en Brasil es que la convulsión política seguirá en ascenso, más aún con un presidente que parece sentirse a gusto tensando la cuerda.