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Los kibutz: el sueño sionista de Israel que se adaptó en el siglo XXI

Aunque estas comunidades aún son un fenómeno singular en el mundo, lo son por razones distintas a las del siglo pasado, pues ahora hay varios involucrados en negocios millonarios.
mar 04 enero 2022 05:04 AM
Empleados trabajan en las instalaciones comerciales de Augwind en el Kibutz Yahel, en Israel.
Los negocios y empresas que manejan en los kibutz van desde el software a los alimentos y agricultura, pasando por plásticos, productos militares, óptica industrial, pinturas, electrónica, autopartes y elementos médicos, entre otros.

Arrancaron hace más de un siglo como parte del sueño sionista socialista de una patria en Israel para judíos que trabajen la tierra, y debieron enfrentar calamidades y choques armados con algunos de sus vecinos árabes. Hoy tratan de mantener de alguna manera el espíritu colectivista pero, al mismo tiempo, varias de estas comunidades están involucradas en negocios de cientos, o miles, de millones de dólares.

No es fácil vivir en un kibutz en Israel, a mitad de camino entre el capitalismo y el comunismo.

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Los kibutzim (plural de kibutz, un término que tiene como raíz la palabra hebrea kvutzá, grupo) siguen siendo un fenómeno singular, probablemente único a nivel mundial, pero ya no por las mismas razones del siglo pasado.

Los descendientes de los pioneros de los primeros kibutzim ya no tienen que secar pantanos, vivir de lo que producen sus granjas o rezar para que la lluvia permita nuevas cosechas. Ya no son el colorido motor económico de Israel del pasado pero los números no mienten: muchos de ellos son enormes éxitos.

"Con negocios por valor de miles de millones e inversores esperando en fila, solo en los últimos seis meses se han vendido diez empresas de kibutzim por cientos de millones de dólares", resumió un reporte del diario económico israelí Globes, publicado en octubre de 2021.

La lista de esas ventas incluye la fábrica de paneles de plástico Plazit-Polygal, adquirida por la estadounidense Plaskolite en unos 210 millones de dólares, o la empresa Haogenplast, del sector de los productos de PVC, que terminó en manos de la alemana KAP en 105 millones de shekels (unos 33 millones de dólares).

En agosto del año pasado, otro de los principales diarios económicos de Israel, Calcalist, contaba la historia de Maytronics, una conocida empresa que se dedica a producir robots para limpiar piscinas, propiedad del kibutz Yizre'el, ubicado unos pocos kilómetros al sur de Nazaret y no lejos de la frontera con Cisjordania.

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"Nadando en dinero: estos millonarios socialistas hacen robots para limpiar las piscinas de los ricos del mundo", titulaba el periódico, con algo de ironía, para presentar los negocios de esta compañía que fabrica las populares máquinas autómatas "barrefondos" Dolphin.

De hecho, según Calcalist, Maytronics produce los robots que se encargan de los pisos de "alrededor de la mitad de las piscinas privadas que no se limpian manualmente en todo el mundo y más de un tercio de las piscinas públicas" alrededor del planeta.

Nada mal para un kibutz fundado en 1948 por soldados recién desmovilizados tras la guerra de independencia y que actualmente tiene apenas medio millar de habitantes.

Un pequeño gran motor económico

A pesar de su volumen icónico, un verdadero mito en la formación de la identidad nacional de Israel, se estima que son apenas alrededor de 150,000 personas las que viven en unos 270 kibutzim esparcidos en un pequeño país de nueve millones de habitantes.

Los negocios y empresas que manejan estas comunidades van desde el software a los alimentos y agricultura, pasando por plásticos, productos militares, óptica industrial, pinturas, electrónica, autopartes y elementos médicos, entre otros.

Netafim, una de las compañías líderes a nivel global en el terreno de la irrigación por goteo, cuyo 80% fue adquirido en el 2017 por Mexichem (actualmente Orbia) , tiene todavía su base donde comenzó a desarrollarse en los años 60, en el kibutz Hatzerim, en el desierto del Negev, en el sur de Israel.

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Con la mira puesta en el futuro, muchos kibutzim están apostando por la alta tecnología, el sector estrella de la economía israelí en general. Esa tendencia incluye, por ejemplo, la incubadora de startups SouthUp, que trabaja en un grupo de comunidades colectivas frente a la frontera con la Franja de Gaza.

Allí, en la misma zona donde periódicamente se enfrentan las Fuerzas de Defensa de Israel y el grupo islámico Hamas, donde se generan las fotografías y reportes de explosiones y civiles bajo bombas y cohetes que conmocionan al mundo, SouthUp está asistiendo a emprendimientos emergentes en terrenos que van desde la gestión de agua al cannabis medicinal con unos 5 millones de dólares en financiamientos.

Según apuntaba en el 2018 a la revista israelí NoCamels uno de los fundadores de la incubadora, Elad Yeori, varios kibutzim de la zona se están sumando al proyecto. Algunos de ellos se comprometieron a "convertir comedores y áreas no utilizadas en espacios de trabajo" para las startups.

Los tiempos cambian

Esa referencia a los comedores fuera de uso es un signo de los tiempos que simboliza la transformación de estos colectivos. Hasta principios de este siglo, el salón comunitario donde se desayunaba, almorzaba y cenaba todos los días era un polo principal de la vida social de los kibutzim. Hasta que la nueva realidad económica empezó a apretar.

Las comidas en el salón eran gratuitas (es decir, sostenidas con los fondos del kibutz), y no tenían nada que ver con las austeridades de la era de los pioneros: todo era abundante, de nivel y con opciones para veganos, vegetarianos e hipertensos, entre otras delicadezas.

Entre la inevitable necesidad de cortar el derroche y la revolución laboral interna —que llevó a cada vez más miembros del kibutz a trabajar fuera de la comunidad y ya no en los campos o fábricas colectivas—, el comedor perdió su sentido y muchos pasaron a ser pagos o directamente cerraron.

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Hace varias décadas cerraron también las "casas de los niños", donde los pequeños de las familias del kibutz pasaban todo el día con sus maestras (locales), y también la noche. Primero los niños comenzaron a dormir en las casas de sus padres, y luego esos espacios de educación comunitaria, que fueron desafiante emblema de los años épicos, se convirtieron en meros kindergarten.

Así, mientras gran parte de los kibutzim se adaptaron a las nuevas reglas del juego económico global, sus principios de vida colectiva cambiaban para siempre.

"Cuando llegué al kibutz (Zikim), en 1971, fui a trabajar con las vacas, otros compañeros fueron al campo y otros a la educación, el 100% trabajaba dentro de la comunidad", rememora el israelí-brasileño Marki Levy.

Ex director general de la organización que nuclea a los kibutzim, Levy le dijo a Expansión que, "hoy en día, más de la mitad trabaja afuera, porque los empleos que la comunidad les propone no les da satisfacción profesional”.

Con la amplia mecanización de la siembra, mantenimiento y cosecha de los cultivos, las labores básicas en los campos son ahora cubiertas por trabajadores poco calificados, en su mayoría llegados desde Tailandia. Para los locales quedan solamente los cargos de supervisión y ya no se ven las pequeñas legiones de israelíes que cada madrugada salían a ocuparse de la tierra como hicieron hace décadas los pioneros.

Lo mismo ocurre con las fábricas, que son cada vez más sofisticadas y funcionan en gran parte con empleados que llegan de afuera del kibutz.

Para muchos miembros de la comunidad el único camino que quedaba disponible era el de estudiar para una nueva profesión y reconvertirse. No es raro ver, por ejemplo, a un "javer kibutz" (un "compañero") que hasta hace unos años se encargaba de enormes pabellones de crianza de pavos trabajar ahora como prolijo técnico freelance de computadoras.

Un cambio de ideales

Las discusiones al interior de las asambleas comunitarias ya no pasan por decidir qué cultivar o por aprobar el ingreso de nuevos miembros: se habla sobre cómo, cuándo, cuánto y qué privatizar.

Están adaptados al nuevo Israel, un país con una economía sofisticada y una aceptable red de seguridad social, pero también cada vez más materialista y con preocupantes índices de inequidad. En el camino van quedando muchos de los ideales que se estrenaron con la fundación de Degania, el primer kibutz, en 1909.

De todas maneras, existen notables diferencias entre cada kibutz, donde las marcas de la privatización de la vida y la economía social se pueden apreciar en una simple caminata.

Cuenta Jonathan Dekel-Chen, profesor de Historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén, que encontró una manera sencilla de testear el nivel de privatización de cada kibutz: aquellos que siguen teniendo los árboles y los jardines de sus calles y espacios comunes bien cuidados y verdes son todavía un poco más socialistas que aquellos con el paisaje descuidado.

Dekel-Chen vive en un kibutz (Nir Oz, fronterizo con Gaza, en el sur del país) y reconoce en primera persona estas marcas de la "liberalización" del movimiento. En su comunidad, destaca, la salud y la educación siguen estando "fuertemente subsidiados" y "el paisaje es lindo y verde".

Pero "el kibutz no es una burbuja", dice el profesor durante la entrevista con Expansión, señalando los dilemas mundanos de las familias que viven en estas "versiones híbridas" de colectivos que, en sus primeros años, eran mucho más fáciles de describir, lugares de austeridad socialista y duro trabajo manual que quedaron en los libros de historia.

En estos tiempos, las finanzas de los miembros de los kibutzim dejaron de lado el concepto de "cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades" que regulaba el reparto de dinero. Ahora los ingresos son personales y es posible comprarse un automóvil último modelo y pasear con él por las callejuelas de la comunidad, algo que hace unas décadas era tabú y motivo de expulsión.

Muchos jóvenes que se habían ido en los duros años 90 o durante los cimbronazos de la crisis global del 2008 están volviendo a sus kibutzim de origen, y no solamente por las nuevas chances económicas sino también por la posibilidad —destaca Dekel-Chen— de contar con sus padres para un "servicio de niñeros" gratis para sus propios hijos.

Tanto Levy como Dekel-Chen coinciden en apuntar a la década del 80 como el inicio de la transformación de estas comunidades, aunque el profesor de la Universidad Hebrea señala que "el movimiento siempre estuvo en algún tipo de transición, alguna introspección y pensando en cómo moverse hacia delante".

Así fue que, primero con el gobierno de derecha de Menahem Begin, y luego con la "epidemia" privatizadora de Benjamin Netanyahu en los 90 (según la describe Dekel-Chen), los kibutzim se despertaron de décadas de gobiernos de izquierda que los trataron como niñas mimadas y les permitieron ser naïve con sus inversiones (también en las palabras del profesor).

Hiperinflación, quiebras y deudas convirtieron al modelo del kibutz en lo que es hoy, comunidades que se parecen más a los países nórdicos con su progresismo y sistema de welfare que a las naciones soviéticas del pasado.

"El proceso del fenómeno del kibutz tiene errores y tendrá errores en el futuro, pero se puede decir que superó una crisis existencial", resume Levy, quien —de todas maneras—, confiesa que la transformación privatizadora le provocó más de un planteamiento ideológico.

Como la enorme mayoría de los habitantes de estos colectivos, se debió resignar a dejar de lado algunos de esos ideales y adaptarse a la nueva situación, una que permitiera la viabilidad económica y el regreso de los jóvenes a la comunidad.

"Lo vivimos como una necesidad vital —completa—. La alternativa era convertirnos en asilos de ancianos".

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