Esas fortalezas, amplificadas por el boom iniciado en aquellos años del precio de las materias primas agropecuarias que Argentina exporta, no solo impulsaron una vertiginosa recuperación de la economía, sino que le dieron margen al gobierno para lanzar medidas que implicaron un fuerte aumento del gasto público.
Si bien buena parte de esas partidas se dirigió a dar cobertura a sectores vulnerables de la población, otra porción considerable se destinó a subsidiar a los segmentos de ingresos altos mediante, por ejemplo, el congelamiento del valor de las tarifas de electricidad, gas y agua o del subsidio de los pasajes aéreos al exterior.
Durante sus dos mandatos, que se extendieron entre 2007 y 2015, Cristina Kirchner se negó a corregir las distorsiones que se iban acumulando en la economía. Con eso, el resultado fiscal primario (no incluye el pago de intereses de deuda) pasó de un superávit cercano al 3% del PIB en 2007 a un déficit del 3,8% en 2015.
No solo eso: como resultado del congelamiento de las tarifas, Argentina perdió el autoabastecimiento energético a partir de 2010, y sólo entre 2011 y 2015 el país destinó más de 37,000 millones de dólares en compras de combustibles.
Pese a la sangría de divisas provocada por el déficit energético y el de la balanza turística ante un tipo de cambio sobrevaluado, Cristina Kirchner pudo sostener hasta el final de su mandato ese frágil esquema económico, aunque al costo de imponer restricciones crecientes a las importaciones y de sacrificar más de 25,000 millones de dólares de las reservas del Banco Central entre 2010 y 2015.