Para ser honesto, pensé que Greta llegaría agotada a Nueva York. En menos de un año fue a la COP en Polonia, a la Cumbre de Davos, a visitar al papa Francisco y se plantó en las principales plazas de la política europea. Arengó públicamente a millones de activistas climáticos como ella, publicó un par de libros y concedió docenas de entrevistas. Viajó en tren de Escandinavia a la península itálica y después de nuevo hasta las islas británicas. Luego, aferrada siempre a prescindir de los contaminantes vuelos comerciales, cruzó el Atlántico en un velero.
En suma, hubiera entendido si la Greta de estos días hubiera menguado en comparación con sus versiones anteriores. Pero no.
Con su poderoso discurso de este lunes (¡Cómo se atreven!), Greta ha enviado su mensaje más severo hasta ahora con una convicción que le dibujaba gesticulaciones dramáticas en cada oración. La misma dinamita que vimos luego en sus mandíbulas apretadas cuando, en un pasillo, se cruzó frente a ella el presidente Donald Trump.
Por supuesto, en su apasionada búsqueda de sentido común, Greta ha ido desarrollando resistencias. Políticos que no están dispuestos a recibir instrucciones de una menor, científicos que se sienten vejados porque alguien que falta a la escuela les ha quitado el micrófono, cabilderos del conservadurismo económico que ven en ella un robot de propaganda programado para reinsertar el socialismo.