El problema es que la economía puede olvidar que tiene una relación estrecha con la condición social y que sus reglas mejoran o arruinan a millones de personas que no tienen la obligación de saber cómo se comporta el sistema financiero global, aunque sufran por sus decisiones.
Si analizamos a nuestro país desde esa óptica, el deterioro del tejido social trajo una de las peores crisis de seguridad en la historia, una diferencia salarial que tiene en vilo al T-MEC y un mercado interno débil, lleno de monopolios sostenido por relaciones de poder.
La apuesta del gobierno actual -y de todo su proyecto- es desmontar ese mismo sistema y sustituirlo por uno que sea más parecido al de Singapur o (como dice la publicidad oficial) a los países nórdicos.
No sé qué tanto influye en las y los jóvenes mexicanos Suecia, Noruega o Finlandia; menos si Roosevelt es referencia de cualquier cosa para ellos, lo cierto es que ellas y ellos empiezan a pensar y a demandar lo mismo que los empresarios más notables del país: Un impulso a la economía como nunca antes se ha visto.
Lo saben aquellos que están a punto de buscar un trabajo y quienes necesitan un ingreso digno para mantener a su familia. Se trata, ni más ni menos, de una “revolución económica”, de la gran “sacudida” que, irónicamente, une por primera vez a esos polos en apariencia opuestos. El resto, solo es ideología.
Nota del editor: Francisco Hoyos Aguilera es Especialista en comunicación. Graduado del Tec de Monterrey con una maestría en la Universidad Iberoamericana. Fue reportero en el diario Excélsior y en la corresponsalía de The New York Times en México. Lleva dos décadas en la comunicación pública y privada. Las opiniones expresadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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