Digamos que la retórica triunfalista de la campaña de AMLO se ha estrellado contra una realidad configurada por los mismos intereses que han llevado al mundo a socavar los complejos sistemas naturales y a ponernos, por primera vez en la historia de la humanidad, bajo una amenaza civilizatoria global. Al igual que cualquiera de las administraciones previas, las instituciones del medio ambiente de este gobierno (Semarnat, Profepa, INEEC, Conanp, Conabio, Conafor) han estado supeditadas a las de economía, hacienda, energía, agricultura u obras y transportes, y casi cualquier otra.
No obstante la gravedad de esto, se trata del status quo no sólo de México, sino del mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, el crecimiento económico bajo la administración Trump (casi 2% del PIB) no podría entenderse sin el ambiente de permisividad fomentado por la desregulación de industrias contaminantes (la generación de electricidad con carbón, por ejemplo) o el desmantelamiento de instituciones como la Agencia de Protección Ambiental (EPA).
Incluso en naciones con una reputación ambientalista como Alemania, durante buena parte de la era Merkel se ha aumentado el uso de carbón de la peor calidad (lignito) en busca de disminuir la dependencia energética del gas ruso. Es decir, los intereses soberanistas y geopolíticos siempre por encima de las necesidades ambientales.
La diferencia en 2019 es que tanto los científicos como la sociedad civil, reflejada en los millones de jóvenes de todo el mundo que salieron a marchar por su futuro, han dejado claro que ya no hablamos de necesidades, sino de emergencias ambientales. Hemos alcanzado una masa crítica.
El costo político se ha elevado dramáticamente y hoy hasta un proyecto de infraestructura (un tren, por ejemplo), que anteriormente hubiera justificado la total destrucción de territorios y pueblos en nombre del progreso, debe ahora aprobar exámenes ambientales minuciosos no sólo en los términos de la ley, sino también de la aprobación social que le dará o no legitimidad.