Por el lado de la competitividad, involucra la calidad y va relacionado con la innovación partiendo de la esencia de la ventaja competitiva que aplica para ambos mundos, para la empresa y para las personas. A veces es muy complicado encontrar ese diferenciador, pero una vez que lo hacemos, lo entendemos y asimilamos, podemos salir a competir para ganar.
Todo lo anterior me da para para reflexionar sobre el cambio de paradigmas en la educación superior. Hoy es imperante la necesidad de formar personas, más que alumnos, que deben acreditar determinado número de créditos, tira de materias o requisitos absurdos. Necesitamos seres humanos con criterio, capacidad de análisis, resolución de problemas, resiliencia, disciplina, pero sobre todo ética e integridad.
Elementos esenciales a incorporar en planes académicos deben estar sustentados en estos conceptos, competitividad e innovación, el rezago que hoy cuenta nuestro país es que son pocas las personas que saben cómo hacerlo, incluso parece que tenemos miedo de levantar la mano para proponer, imaginar, experimentar y, por qué no, soñar.
Cuando en las universidades se formaban personas, la perspectiva del mundo cambia, se les dotaba de herramientas necesarias para triunfar. Incluso hasta las matemáticas cobraban un sentido al ser interpretadas como un lenguaje, el lenguaje mismo como una capacidad privilegiada para el diálogo que permitiera tender puentes.
Una persona que aprende a discenir comprende la importancia de la rápida toma de decisiones, de asumir la responsabilidad de las mismas y construir acuerdos para multiplicar resultados. Ello se ve reflejado en la actual convivencia en las organizaciones entre las generaciones; por un lado, están los que sentían un especial compromiso y amor a la camiseta y, por otro, están las que, mientras no se aburran o reciban una mejor oferta económica, los haga moverse a “billetazos”, sin generar un arraigo o mística.
No es alabar uno y denostar a la otra, esto es resultado de la contraevolución que ha tenido el sistema de educación superior, donde se ha privilegiado el especializarse en nada al precio de abarcar lo más posible, dejando de lado la parte ética y moral de la persona. Vendiendo la quimera de que el éxito se relaciona con el tener y no en el ser.
Es ahí donde las instituciones de educación superior deberían tomar el liderazgo, pero por desgracia está lejos de ello. En mi experiencia, después de dar tantos años de clase, te das cuenta que ya ni siquiera se puede entablar un diálogo constructivo al interior de las facultades, olvidando el sentido de la universalidad de aquellas donde debiera ser cuna del conocimiento el debate, la investigación y el desarrollo. Lejos están aquellos días del papel protagónico de las universidades en la arena pública que formaban opinión y marcaban tendencias.