En este sentido, el filósofo Gilles Lipovetsky señala que en el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX los deportes se concibieron como un deber del hombre hacia sí mismo que lo aleja de la molicie y perfecciona sus facultades corporales.
El deporte apoya la correcta formación del carácter humano, la sensibilidad hacia el logro de los demás y ayuda a templar las voluntades, superándose a sí mismo.
Amplios sectores de la población prefieren las grandes hazañas deportivas, lo cual deja al descubierto un fenómeno superficial que, con frecuencia, revela la manera en la que la sociedad actual se relaciona con el deporte.
La práctica deportiva debe concebirse como la realización libre y plena de una actividad física sustentada en un actuar ético, es decir encontrar como fin último al hombre, en donde la voluntad y el autocontrol definen al hombre virtuoso.
El deporte bajo esta concepción apoya la búsqueda del bien común, pues implica el cuidado y goce de ciertos bienes que sólo pueden ser alcanzados mediante la disciplina, el esfuerzo y la cooperación con los demás.
La formación en la niñez requiere que el deporte recupere su esencia formativa, que, les prepara también a través del valor de trabajo continuo, la consistencia, la disciplina y el gozo a través de la armonía entre los bienes materiales efímeros y los bienes para la realización ética del hombre; el deporte forma a la persona a no huir de las ocasiones de fracaso, por el contrario, lo vuelve ágil, desprendido, libre y fuerte para enfrentarlo.
Según el estudio Changing Childhood realizado en 2019 por UNICEF y Gallup, en 21 países uno de cada cinco jóvenes de entre 15 y 24 años afirmó que a menudo se sentía deprimido o tenía poco interés por hacer planes. Hay millones de niños que han tenido que abandonar sus hogares por obligación, marcados por el conflicto y otras graves adversidades, y desprovistos de acceso a educación, protección y ayuda.