Lo único que tenemos en nuestra vida es tiempo y es obvio que pasa muy rápido. Así como otras personas nos dan oportunidades y perdonan nuestros errores y malhumores, el tiempo también nos lanza a la esperanza y permite cambiar. Por supuesto, las medidas de tiempo, como la celebración de un nuevo año, son convenciones artificiales. Pero funcionan como ordenadores normales. Los seres humanos necesitamos estos rituales para comprender nuestro pequeño universo de luz.
En estas fechas, nos juntamos a cenar con personas que apreciamos. Al interactuar con ellos, nos damos cuenta de las diferencias y similitudes que tenemos. Invirtiendo tiempo con otras personas encontramos dudas y certezas juntos. Nos conocemos y reconocemos en esos encuentros. Ponemos agua en el aljibe de nuestro desierto.
Los estudios científicos han demostrado que la felicidad está ligada a nuestras relaciones humanas. Los vínculos ocupan un lugar clave en nuestra plenitud personal. Ellos son el centro que nutre y da vida. Son la savia de nuestro árbol.
El individualismo y la competitividad constante que muchas y muchos experimentan en el trabajo pueden impedirnos dinamizar la relevancia y la luminosidad de la intersubjetividad en la vida cotidiana.
Nuestra experiencia de felicidad, la mayoría de las veces, aparece ligada a rostros concretos: hijos, amigos… vidas. El significado que le damos a la existencia está ligado al significado que otras personas nos aportan en nuestro día a día.
Por eso, el comienzo de un nuevo año es una oportunidad para crear mejores relaciones en la vida, especialmente profundizando la que tenemos con aquellos a quienes ya amamos. Siendo mejores de lo que supimos ser. Más pacientes. Más humildes.