Otras causas vienen heredadas de sexenios anteriores. Es el caso del costo financiero de la deuda pública, que será de 1.2 billones; de las pensiones y subsidios que ascenderán a 2 billones —igual que el déficit, por cierto— y del agujero negro de Pemex y CFE. Además, en los flujos se encuentran las transferencias federales a estados y municipios por 2.5 billones de pesos.
Un reto inicial del gobierno federal será frenar la inercia del gasto público, para evitar que su crecimiento se desboque. Sin embargo, el desafío es todavía mayor, pues conforme a los criterios de los organismos y calificadoras internacionales el déficit fiscal al cierre de este año tendrá que reducirse al 3.5% del producto interno bruto —500,000 millones (medio billón) de pesos—, y perfilar que en 2025 se reduzca al 3%. La fórmula parece simple: reducir el gasto e incrementar los ingresos; pero lo complicado será alcanzar esas metas.
Instrumentar disminuciones estructurales del gasto público será difícil, dado que buena parte está comprometido en partidas inerciales de obras y servicios —educación, salud y seguridad—, y en conceptos intocables como nómina y pensiones de los trabajadores burocráticos. En algunos sectores se insiste en recortes o eliminación de los programas sociales por 800,000 millones; pero ello es inviable para efectos políticos y electorales, al ubicarse en la médula de la política social de este gobierno. Además, en términos reales, dichos programas son equiparables a los de Calderón y Peña Nieto.
La futura presidenta afrontará la urgencia de incrementar los ingresos tributarios. El problema no es exclusivo de México, sino de la mayoría de los países de Occidente, con Europa y los Estados Unidos a la cabeza. A nivel mundial se plantea la necesidad de efectuar reformas fiscales de gran calado que reviertan la espiral del déficit público y aseguren ingresos tributarios a corto y mediano plazos.
La realidad es que no hay recetas para lograrlo. La primera que se anticipa en algunos foros es la vía típica de aumentar impuestos. El problema, sin embargo, es que una medida de ese tipo sería nefasta para efectos políticos, sociales y electorales, no solo para Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez, sino también para los diputados federales y senadores que resulten electos. Además, la práctica demuestra que los incrementos en las tasas y tarifas impositivas se traducen en rebotes en la recaudación tributaria, y al final de cuentas se mantienen inmóviles en el 13% del producto interno bruto. Otra consideración es que, a partir de la experiencia de 2014, en que se aumentó el tope del ISR para personas físicas del 30% al 35%, los trabajadores fueron los más golpeados al incrementarse el monto de la retención sobre su salario, que se tradujo en una reducción efectiva del sueldo neto percibido.
En lo que respecta al IVA, la historia legislativa reciente en México ha sido desafortunada: primero, cuando se subió la tasa general del 10% al 15% en 1995; y posteriormente, en 2014, cuando, con la Roqueseñal de por medio, se incrementó otro punto, para quedar en el 16%, lo cual es un buen ejemplo del estrago social que una medida así genera.
Otra propuesta, que data de hace varios lustros, es obligar a los informales a pagar impuestos. Aunque acertada en términos de política pública, la idea de incorporarlos a la economía formal parte, desde siempre, de una premisa equivocada, que es conminarlos a darse de alta en el registro federal de contribuyentes. Sin embargo, para los informales, la inscripción en el registro es un error monumental, porque, además de volverse visibles y fiscalizables por el SAT, en automático se detonan un cúmulo de obligaciones legales que para ellos son inconvenientes, como activar el buzón tributario, llevar contabilidad, presentar declaraciones de impuestos y pagarlos —así sea en cantidades reducidas—, y darse de alta en el IMSS e Infonavit.