Para el residente de palacio se trató de un “ atrevimiento ”. Para quien sabe de tiempos políticos, la reducción de tasas tiene claros tintes electorales. Tendrá un efecto positivo de limitadísimos alcances. En pocos meses propiciará el retorno de condiciones inflacionarias. Todo apunta a que se trata de una decisión precipitada e irresponsable, provocada por presiones externas. El anuncio se viene a sumar al conjunto de acciones articuladas desde palacio para establecer un entorno propicio al partido oficial hacia fines de mayo. En realidad, sólo es la tropicalización del penoso episodio que vivió en el 2009 la Reserva Federal.
Auditando al auditor
Es cierto que en estos tiempos resulta inevitable prestar atención a la gran cantidad de adivinadores electorales, pero no por ello debemos dejar de atender problemas que ya asoman en el terreno financiero. El asunto que ahora planteo, es un problema que atisbamos hace un par de semanas, la baja, y pobre calidad, de la auditoría tanto pública, como privada.
Cíclicamente, emerge algún segmento o sector de la economía que acusa la necesidad de revisar el efectivo valor tanto de sus activos como de sus pasivos. Sí, al parecer, existe un ciclo que nos lleva efectuar este examen cada 14 o 15 años. En ese lapso, el enfoque optimista o la apuesta a mejorías por venir, ceden irremediablemente ante contundentes realidades que obligan, por las buenas o las malas, a ajustar los balances.
En ocasiones sucede en el mercado de capitales, en otras, puede ser en el sector real o en los ramos industriales. Hoy, parece que confluyen circunstancias que nos permiten temer que son varias las actividades del quehacer económico que, simultáneamente, registran números producto de la inercia, y no del efectivo valor que corresponde a los bienes, derechos y posesiones que involucran. Nuestra crisis del 94 y la subprime en el país vecino, fueron problemas originados, esencialmente, en deficientes valuaciones, por eso, no resulta asunto menor.
El problema que tenemos por delante se agrava por la impericia de quienes dirigen los derroteros del banco central, que no quieren, no pueden o no saben dar una explicación, medianamente razonable, respecto a la forma en que supuestamente han esterilizado el torrente de divisas que entran al país, y que, de manera soterrada, ha venido interviniendo en el mercado cambiario, buscando tipos preestablecidos dentro de una banda.
Así es, caro pagaremos la curva de aprendizaje de quienes pensaron que ser autoridad financiera es hacer giras de promoción, servir deuda y colocar emisiones con generosos rendimientos crecientes. Hacer a un lado la autonomía pudo estimarse prudente medio para evitar confrontaciones con el Ejecutivo, pero los efectos de la decisión, marcará a la actual integración de la junta de gobierno del banco central.
Mientras en Europa, hace más de una década, identificaron los nocivos efectos que derivan de no prohibir contundentemente el que, quien presta servicios de auditoría, sea también el que lleva la contabilidad, siendo, además, el sujeto que presta servicios de asesoría y consultoría financiera, en nuestro país vivimos en el paraíso de los conflictos de interés, permitiendo que labores que son, natural y esencialmente, excluyentes sean llevadas al cabo por un peligroso tetrapolio que terminará por poner de rodillas, una vez más, al aparato productivo. Esta vez ya no podrán argüir sorpresa, ni podrán hacerse pasar como víctima de la información proporcionada por el auditado, es claro que el problema comienza por su desmedida voracidad, que revienta controles, avasalla equilibrios y compromete la transparencia.
En 1994, México vivió una de las peores crisis financieras de su historia. El origen sustantivo de tal problema fue la gradual, pero determinante, pauperización de nuestra habilidad comunitaria para revisar, analizar y sancionar balances de las empresas, sobre todo, de los intermediarios financieros. Es oportuno recordar que, en aquel entonces, el nivel político burocrático de quien presidía las comisiones reguladoras estaba muy por debajo de los personajes que Miguel de la Madrid designó, por simple simpatía, o bien, por peso político, como directores generales de los bancos nacionalizados. Bastaba un telefonazo, para eliminar observaciones, notas financieras o advertencias del supervisor, bien bancario; de valores, o del sector asegurador y afianzador.
Entre los muy graves problemas que generó la notoria improvisación con la que se condujo el gobierno federal en materia financiera en los años 80, se encuentra la sobrevaluación de instituciones, las cuales, ni remotamente, valían lo que se decía en los estados financieros, de ahí, que, al venderlos en múltiplos de valor contable, era fácil concluir que la debacle llegaría inevitablemente. Los bancos fueron la caja de flexible tamaño, con la que se hicieron favores políticos de toda índole, al tiempo que se permitió, a los operadores de las casas de bolsa, armar y articular un gran aparato que transfería y concentraba el riesgo de la especulación en el gran público inversionistas, abonando en favor de los accionistas o dueños de los intermediarios, o bien, de empresas hechas de puro humo.
Los años 80 fueron la borrachera y los 90 la cruda. Carreras políticas y grandes fortunas se hicieron en un mare magnum de irresponsabilidades, pillerías y tráfico de influencias. Quienes detentaron el poder fueron habilidosos vendedores de espejismos, pero pésimos como autoridad reguladora y supervisora. No en balde, quienes prendieron los alfileres en esos años, se encargaron de poner al frente de las instancias supervisoras a quienes callaran, o, cuando menos, no tuvieran en mente llamar a cuentas a quienes fraguaron el gran desfalco. Historias de nocturnas bohemias, y hasta velados romances, fueron determinantes en la designación de quienes tendría que ver, oír, callar, pero también firmar, cuando los absurdos balances de los bancos nacionalizados fueran puestos a escrutinio. Sí, se vulneró la estructura supervisora desde la más profunda raíz, así comenzó todo.
De haber contado con un esquema eficiente, público y privado, de auditoría financiera y supervisión, el problema no habría adquirido las proporciones que ganó en tan sólo unas semanas. Los auditores externos, que fallaron al revisar los bancos, tras el error de diciembre sólo pasaron a auditar o validar lo que habría ocurrido en otro grupo de bancos, el cual, otrora, también fuera auditado por alguno de aquellos que entonces eran conocidos como los cinco grandes. Fue un perverso carrusel, en el que, mientras uno no veía la torpe intervención del auditor externo, el otro tenía la garantía de que las pifias propias serían tratadas con igual cortesía. Eran cinco “grandes”, pero frente al mundo, uno solo.
Los supervisores financieros, particularmente los de la banca, cayeron en cuenta de que perdían en todos los escenarios, no sólo eran claros responsables por haber sido incapaces de detectar los quebrantos, sino porque también fueron cómplices en el proceso de desincorporación bancaria. Peor aún, sólo había cinco grandes firmas de las cuales se podía echar mano, y todas, estaban batidas hasta el cuello. Eran otra vez ellos, o ellos. Aun así, los involucrados e innegables participes del escandaloso proceso fueron premiados de muy diversas formas. La tomada de pelo no duró siquiera un lustro, estalló, sumándose a los graves problemas políticos que surgieron al existir una notoria ruptura entre quienes entregaron el poder y quienes lo recibieron. Súbitamente se armó la tormenta perfecta.
En ese entonces se detectó y enunció lo que hoy se conoce como el dilema del supervisor, quien sabe que, de hacer bien su trabajo, esto es, de sonar la alarma, terminará por recorrer un indeseable y azaroso camino, por lo que el cómplice silencio suele acompañar a quienes, por razones muy distintas a la capacidad técnica, llegan a ocupar cargos en las instancias de autoridad en el sector financiero. El silencio, el disimulo y la siempre bien remunerada complicidad, ha hecho presa de quien hace mucho debió alertar a la sociedad mexicana.
De ese tamaño es el problema que tenemos tocando a la puerta. En los últimos treinta años, lejos de corregir el problema, lo hemos venido fomentando, creando enormes consorcios que comprometen la confiabilidad de los balances financieros de grandes empresas en el país, incluyendo, de manera destacada, a Petróleos Mexicanos, la Comisión Federal de Electricidad, la Banca, y hasta las FIBRAS.
La Comisión Nacional Bancaria y de Valores ha incurrido en la tentación de mirar hacia otro lado, cuando sabe que los balances de los bancos presentan notas preocupantes, acompañadas de inexplicables retiros de utilidades. Los malabares de las áreas de contabilidad son acompasados por los auditores externos, en una danza de jugosos contratos. Es sólo cuestión de tiempo para que las minusvalías emerjan y el progresivo peso de los pasivos se haga notar. La calidad de la supervisión es tan mala, o peor, que aquella que tuvimos en el ciclo negro, 88-94.
Lo malo, es que ya es tarde. No sólo no separamos oportunamente servicios de auditoría, contabilidad y asesoría, sino que permitimos que la telaraña creciera, fortaleciendo a la cúpula que regentea los dictámenes de los grandes estados financieros en el país. Lejos de prohibir y penar lo que debería estar tipificado en ordenamientos penales, no se exigió la constitución de fondos, seguros y otros mecanismos de caución en el manejo de servicios de contabilidad y auditoría, velados orígenes de nuestras crisis recurrentes. Al emerger las instancias emproblemadas, el seguro de depósito servirá de canapé, y los costos irán subiendo a paso y medida que el estado advierta que no cuenta con recursos para sanear nada, así como que el banco que prometió bienestar no podrá mantener su operación, si no es urgentemente provisto de enormes subsidios. Se tendrá que lamentar que se garantizó impunidad a los rústicos operadores, quienes hoy, están políticamente por encima del supervisor.
Es claro que el proceso electoral ha estado poniendo debajo del tapete asuntos que deberían haber derivado en la constitución de enormes reservas, sin embargo, está prohibido dar malas noticias antes del 2 de junio.
Son varios los frentes que hay que comenzar a valorar en tiempo real. El primero de ellos es el mercado inmobiliario. De manera destacada, el efectivo valor en libros de la gran cantidad de edificios vacíos para uso comercial, sin descuidar el performance de los fideicomisos que han venido operando en materia de vivienda en el sector residencial. Si bien es cierto, aparentemente, todo es viento en popa, la sustitución de fiduciarios, así como los retrasos en la ejecución, son la antesala de inminentes deficientes de flujos, que terminarán por arruinar la viabilidad de muchos proyectos.
El problema ha sido ocultado por políticos que supieron vender caro su amor, y que se han metido a la entraña de la 4T, pero no se ha hecho nada para evitar que lo malo vuelva a ocurrir. Con gran demora, la sociedad mexicana debe apretar el paso en exigir responsabilidad, no sólo administrativa y criminal, sino también financiera, a aquellas corporaciones que, con “exclusiones de responsabilidad”, piensan que nada deben a la sociedad, a la que llevaron, una vez más, al borde del precipicio. Sale barato enriquecerse vendiendo servicios, cuando se forma parte del tetrapolio, y más, en países que no han sabido identificar cuál es la causa última de los cíclicos procesos nacionales de desfalco patrimonial y financiero.
Terminar el proceso de fincamiento de responsabilidades en las empresas quebradas, sabiendo que tienen a su alcance pagar por eliminar notas financieras, advertencias o señalamientos de desfalco sólo nos lleva al inicio de un nuevo ciclo. Vanas, ineficaces, y hasta anulables legalmente, son las “notas” que, tras cobrar enormes sumas de honorarios, estampan aquellos que habiendo prestado servicios de contabilidad y asesoría patrimonial y fiscal, simultáneamente, completan en perverso circulo con la emisión de dictámenes contables y financieros comprados.
De emerger una nueva crisis de valuación, deberá empezar el curso de acción sobre los supervisores, para continuar con auditores, y terminando con aquellos clientes que hicieron de la opacidad, fuente de dividendos.
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Nota del editor: Gabriel Reyes es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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