Si queremos acabar con la pobreza y la desigualdad es fundamental observar el estudio de la economía, integrando elementos sociales, políticos, culturales y jurídicos. El estado de bienestar y el desarrollo no se obtienen por generación espontánea, sino mediante decisiones públicas e incentivos adecuados.
No obstante, en las últimas décadas ha habido una tendencia hacia la polarización en el ámbito de la economía, vinculada a la radicalización de posiciones políticas.
Los extremos parecen haber ganado la partida: por un lado, el delirio comunista que busca estatizar la producción y ha demostrado, una y otra vez, ser un rotundo fracaso; por el otro, un hípercapitalismo salvaje que no contempla límites morales, y donde la ley del más fuerte aspira a imponerse sobre cualquier cosa, en una espiral autodestructiva de ambición.
El desenlace es fatal en ambos casos: ningún experimento comunista ha conseguido ser exitoso en el tiempo -ni la antigua Unión Soviética, supuestamente ejemplar, ni las actuales dictaduras de Venezuela y Cuba-. En tanto, el hípercapitalismo salvaje ha agudizado la brecha de desigualdad de ingresos y perpetuado la pobreza de sectores marginados.
Ante la evidencia, es razonable suponer que los dos extremos son contraproducentes y debemos evitarlos. No obstante, parece que hoy en día tomar una posición centrista es inaceptable, como si encontrar un punto de equilibrio fuera algo prohibido o poco honroso.
En el rubro político, la narrativa predominante es que hay que asumir posturas inamovibles de izquierda o derecha, rechazando sin miramientos cualquier opinión o idea que no sea propia del bando.
Dicha intransigencia solo provoca desgaste y división entre la población y los grupos políticos, impidiendo el trabajo colaborativo necesario para sumar esfuerzos contra los problemas sociales.
En el campo de la economía, igualmente se proponen posiciones firmes como si fueran innegociables: el libre mercado y la globalización a toda costa y sin matices, o el proteccionismo a ultranza. Nuevamente, los dos extremos pueden -y suelen- ser sumamente perjudiciales.
El modelo de libre mercado radical como dogma económico tomó impulso a partir de finales de los años 80 del siglo pasado. Instituciones globales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional presionaron a muchos países de renta baja para abrazar este modelo.
La implementación acelerada y mal planificada hizo que empresas locales de estas naciones quebraran y afectó seriamente su sector industrial. La fórmula no funcionó.
El intercambio comercial entre países es favorable, pero el arribo de multinacionales consolidadas a mercados emergentes propició en varios casos competencia desleal, como si el discurso de la apertura globalizadora fuese un caballo de Troya o un dardo envenenando para beneficiar unos cuantos intereses financieros.
Aunque se ha ignorado en el tiempo, el mejor camino para crear prosperidad y bienestar es apostar por la industrialización, la diversificación de actividades económicas y la innovación.
El comercio es relevante, pero la única forma de elevar salarios, maximizar la productividad e incrementar la recaudación fiscal es mediante una industria robusta y dinámica.
Bélgica, Canadá, Israel o Hong Kong son lugares donde se incentivó la producción industrial y el desarrollo tecnológico para, más adelante, promover el libre mercado en el marco de la globalización.
La clave está en construir soluciones sensatas para hacer frente a los desafíos de orden social y público. Es posible optar por un proyecto de centro político que proteja los derechos y libertades de las personas.