Para que una política industrial sea efectiva se necesitan, primordialmente, continuidad y visión estratégica a largo plazo. Pongamos el caso de China. Entre 1989 y 2019 el país asiático logró crecer a un ritmo promedio de 10% anual.
De vuelta a la política industrial
Según reporta el Banco Mundial, en 40 años consiguió que casi 800 millones de personas salieran de su situación de pobreza. De 2003 a 2007, Beijing era líder tan solo en 3 de 64 parámetros de tecnología crítica; hoy lo es en 57. Este considerable avance ha consolidado a China como la segunda economía mundial en términos nominales y como la primera si se mide por paridad de poder adquisitivo.
Durante esos años el mundo experimentaba cambios importantes. Luego del colapso de la Unión Soviética en 1991, ciertos analistas proclamaron el “fin de la historia”. Desde 1989 se inaugura el periodo “neoliberal”, que puede entenderse como la aplicación de las 10 políticas económicas propuestas en el Consenso de Washington y de la liberalización del comercio a nivel mundial. En este contexto se da la inserción de China en 2001 a la Organización Mundial de Comercio (OMC), bajo la expectativa generalizada de que su incorporación a la economía mundial generaría un importante crecimiento económico, derivando en una democratización política y en su integración al orden liberal occidental.
Sin embargo, pocas voces como la del académico estadounidense, John Mearsheimer, advirtieron lo contrario: el fortalecimiento económico de China no desencadenaría su democratización, sino que le convertiría en un competidor par a los Estados Unidos, generando una competencia estratégica en Asia, con Beijing tratando de expulsar a Washington de la región.
Quizás podría decirse que la política industrial del neoliberalismo fue la carencia de una. En términos estructurales, la globalización derivó en la externalización de las empresas transnacionales de países desarrollados hacia aquellos en vías de desarrollo, en un movimiento conocido como offshoring. Con ello, las inversiones de naciones desarrolladas buscaron trasladar sus operaciones hacia países con salarios más bajos y menor carga fiscal, con el fin de multiplicar sus ganancias, causando una desindustrialización en las grandes economías.
A la vez, el desplazamiento alimentó la financiación: la producción perdió relevancia y las ganancias financieras comenzaron a dictar decisiones corporativas. Durante el proceso, empresas como Magnequench --especializada en imanes de tierras raras--, subsidiaria de General Motors, cerraron sus plantas y trasladaron sus instalaciones a China.
En lo que podría considerarse como uno de los mayores logros de política industrial, China ha logrado consolidarse, no solo como un productor determinante en industrias estratégicas, sino que también ha logrado controlar materias primas esenciales para la cadena de producción mundial. Ciertas tierras raras resultan clave en materia de defensa para la fabricación de magnetos utilizados en la producción de, por ejemplo, aviones estadounidenses de combate F-35, misiles Tomahawk, drones Predator; y, si hablamos de materia comercial, de vehículos eléctricos, semiconductores, microchips y algunas energías renovables. Hoy, Estados Unidos depende en aproximadamente 70% de China para sus importaciones de tierras raras y, según la IEA, Beijing controla 60% de la minería mundial de tierras raras, realizando más del 90% de su refinamiento.
El ascenso de Trump al poder refleja el descontento por la desindustrialización y la ‘financiarización’ provocada por lo que hemos llamado como neoliberalismo global. La política exterior actual en Estados Unidos intenta retomar algo perdido en las administraciones anteriores a la de Trump 1.0: una política industrial. Cabe recordar que la insistencia por retomarla trasciende partidos y colores en Estados Unidos: la única manera de contrarrestar el dominio de China es imitando algunas de sus políticas económicas. Citando al secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Scott Bessent, “[c]uando (…) se enfrenta a una economía de no-mercado como China, entonces [se] tiene[n] que implementar políticas industriales”.
El centro de pensamiento de orientación libertaria, CATO Institute, reconoce la incorporación de una política industrial en la administración de Trump, aunque no precisamente de manera positiva. Aunque podemos criticar el estilo de Trump, su intuición no es del todo incorrecta, y el error de la visión de CATO consiste en su aproximación economicista. En realidad, frente a las tensiones geopolíticas en la actual era multipolar, la economía deberá de comenzar a entenderse desde su perspectiva geoeconómica.
De manera debatible, algunos analistas sitúan el fin de la era unipolar en 2001. Importa menos identificar el año exacto de su fin –que será más la labor de los historiadores, que de nosotros-- que reconocer que el mundo ha cambiado. El hecho es que en el estado actual de las cosas existen tres grandes potencias en el orden mundial: Estados Unidos, China, y Rusia --por su poder militar e influencia dentro del grupo de los BRICS.
La competencia económica entre Estados Unidos y China desde 2016 ha generado una desvinculación que, potencialmente, podría derivar en una división económica del mundo. Por un lado, Occidente y, por otro, Eurasia. La cooperación y los juegos de poder serán posibles, pero todo parece indicar que hemos vuelto a un mundo donde predominan las zonas de influencia. El liberation day marcó el fin definitivo del mundo tal y como lo conocíamos.
Marca el fin de la era del neoliberalismo global. Si durante la era unipolar se prescindió en Estados Unidos, y en otros países occidentales, de una política industrial fue debido a que la externalización de la producción industrial hacia otros países lo permitía. Pero en el nuevo mundo, en que la carrera por controlar y proteger industrias estratégicas resultará clave en la competencia por la hegemonía y la seguridad nacional de las tres grandes potencias, una geopolitización de lo económico es, hasta cierto punto, inevitable.
Lee más
Los principios de maximización de beneficios y racionalidad económica no aplican si se miran desde el ángulo geopolítico; en pocas palabras, las decisiones de los actores no son irracionales, sencillamente el tipo racionalidad es distinta. La defensa de seguridad nacional se vuelve primordial; por ende, la protección de industrias clave en la producción de equipos de guerra --tales como los ya referidos aviones de combate F-35, los submarinos de clase Virginia y Columbia, los misiles Tomahawk, etc.-- cobran todo el sentido desde el punto de vista geoestratégico.
Las decisiones del presidente Trump, y de otros líderes mundiales, deberán de entenderse en ese sentido: tomando en consideración un sistema multipolar con mayor inestabilidad y, por ende, un contexto de guerra latente – con el caso de Taiwán siendo particularmente relevante, dado que controla cerca del 60% de la producción mundial de semiconductores y del 90% de los más avanzados.
Si en algo coinciden los demócratas y republicanos en Estados Unidos es en su política de contención contra China. Recordemos que la administración demócrata de Biden continuó con los intentos de desvinculación con la economía más grande de Asia. Su política industrial con programas como el Inflation Reduction Act, CHIPS y Science Act buscaba, entre otras cosas, relocalizar la producción de semiconductores.
El pasado julio se anunció que el Departamento de Defensa de los Estados Unidos invertiría 400 millones de dólares de impuestos del contribuyente para adquirir el 15% de las acciones de la empresa de tierras raras, MP Materials, convirtiendo al gobierno en su mayor accionista. El anuncio de que el gobierno de los Estados Unidos adquiriría el 10% de las acciones de Intel, suscitó debate, con el senador de izquierda, Bernie Sanders celebrando el movimiento. El diario estadounidense, Wall Street Journal, ha llamado a estas políticas como “capitalismo con características estadounidenses”. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Para el caso de México y de otros países aplica una lógica similar. Se necesitará un diseño de política industrial inteligente, además de impulsar el consumo para robustecer la economía local, reduciendo así la dependencia del extranjero. Luego de la guerra tarifaria, el comercio mundial atraviesa un periodo de desvinculación tras el ya referido periodo de intensa globalización. Un retorno de esta parece improbable al menos en un futuro cercano.
Lo que es verdad es que la llegada de Trump al poder revela los peligros de impulsar una economía basada en las exportaciones (el caso de México y de Canadá, sumamente ligados a Estados Unidos, siendo paradigmáticos); mientras que el ascenso de China y de otras economías emergentes revela los de carecer de una industria y manufactura, finalmente la crisis del 2008 expuso el financierismo y la dolarización. En pocas palabras, los muchos retos, deberán enfrentarse con un diseño inteligente de política industrial ante un futuro que se prevé sumamente incierto.
_____
Nota del editor: Baltasar Montes Guerrero es internacionalista y analista de tiempo completo. Catador de café, lector y yogi de tiempo parcial. ITAMita de corazón, pero soberanista de alma. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión