Los secretos arquitectónicos que se revelan gracias al 'reconocimiento facial'
Nota del editor: Peter Christensen es profesor asistente de Historia del Arte en la Universidad de Rochester (Estados Unidos). Las opiniones en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. CNN presenta el trabajo de The Conversation, una colaboración entre periodistas y académicos para ofrecer análisis de noticias y opinión. El contenido es producción exclusiva de The Conversation.
(CNN/The Conversation) – Hace más o menos una década, una modesta actualización del software de iPhoto de Apple me mostró una forma nueva de estudiar la historia de la arquitectura. La actualización de febrero de 2009 incluía reconocimiento facial para que los usuarios etiquetaran a sus amigos y a sus seres queridos en sus fotos. Tras etiquetar algunas caras, el software empezaba a hacer sugerencias.
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Pero no siempre era preciso. Aunque el algoritmo de Apple sigue mejorando, tenía la tendencia de encontrar caras en objetos, no solo estatuas o esculturas de personas, sino en gatos o árboles de Navidad. Para mí, las posibilidades quedaron más claras cuando iPhoto confundió a un amigo mío —a quien llamaré Mike— con un edificio: la Gran Mezquita de Córdoba.
El techo del patio delantero de la mezquita supuestamente se parece al cabello castaño de Mike. Las dos bóvedas visigodas superpuestas supuestamente se parecen a la zona que separa el nacimiento del cabello de Mike de sus cejas. Finalmente, el alineamiento de los arcos ojivales moros rayados se parecen a los ojos y a la nariz de Mike lo suficiente como para que el programa pensara que una mezquita del siglo X es el rostro de un humano del siglo XXI.
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En vez de verlo como una falla, me di cuenta de que había encontrado algo nuevo: los edificios tienen rasgos que un algoritmo puede reconocer como lo hace con los rostros humanos. Con eso empezó mi intento por aplicar el reconocimiento facial a los edificios, o más formalmente, la "biometría arquitectónica" . Los edificios, al igual que las personas, también podrían tener identidades biométricas.
De cara al edificio
A finales del siglo XIX, en Canadá y el Imperio otomano se construyeron estaciones de tren porque ambos países querían expandir el control de su territorio y su influencia en la región. En cada país, un equipo centralizado de arquitectos tuvo la misión de diseñar docenas de edificios parecidos que se construirían en un territorio vasto.
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La mayoría de los diseñadores nunca había estado en los sitios en los que se construirían sus edificios, así que no tenían idea de si había pendientes inclinadas, rocas grandes protuberantes u otras variaciones topográficas que podrían haber propiciado cambios en el diseño.
Tanto en Canadá como en el Imperio otomano, los supervisores de obra tuvieron que hacer lo más posible para reconciliar los planos oficiales con lo que era factible en el terreno. Como las comunicaciones eran lentas y complicadas, a menudo tenían que hacer cambios al diseño del edificio para adaptarlo a la topografía y a otras condiciones variables.
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Es más: las personas que construyeron el edificio componían una fuerza laboral multinacional y cambiante. En Canadá, los obreros eran ucranianos, chinos, escandinavos y nativos americanos; en el Imperio otomano, los obreros eran árabes, griegos y kurdos. Tenían que seguir instrucciones en idiomas que no hablaban y entender planos y dibujos etiquetados en idiomas que no leían.
En consecuencia, las nociones culturales de los ingenieros y los albañiles respecto a la apariencia de los edificios y la forma de construirlos dejaron huellas figurativas en lo que construyeron y en su apariencia. En cada sitio hay diferencias sutiles. Los marcos de madera de las ventanas de algunas estaciones están biselados; algunos techos tienen remates, y algunos arcos curvos se reemplazan con arcos ligeramente ojivales.
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Es probable que otros cambios de diseño hayan ocurrido más recientemente, en las remodelaciones y las restauraciones. Por otro lado, el tiempo ha desgastado los materiales, el clima ha dañado las estructuras y, en algunos casos, los animales han agregado sus elementos, por ejemplo, nidos de aves.
La gente detrás de la fachada
En los ejemplos canadienses y otomanos que se estudiaron, muchas personas tuvieron la oportunidad de influir en el edificio final. Las variaciones se parecen mucho a las diferencias entre los rostros de las personas: la mayoría de las personas tiene dos ojos, una nariz, una boca y dos orejas, pero la variación está en la forma de esos rasgos y su ubicación.
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Pensando en que los edificios son objetos con identidad biométrica, empecé a usar un análisis parecido al reconocimiento facial para encontrar las diferencias sutiles en cada edificio. Mi equipo y yo usamos escáneres láser para tomar mediciones detalladas en 3-D de estaciones de tren en Turquía y Canadá. Procesamos los datos puros para crear modelos computarizados de dichas mediciones.
Con eso se dejó ver la influencia de los constructores y se pusieron de relieve las influencias geográficas y multiculturales que moldearon los edificios resultantes.
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Estas pruebas pusieron en duda lo que se creía anteriormente: que los edificios, como ocurre con las esculturas o las pinturas, reciben la influencia principal de una sola persona. Nuestro trabajo ha demostrado que los edificios en realidad comienzan con los dibujos, pero invitan a una gran cantidad de creadores a hacer su aportación; la mayoría nunca alcanza el estatus heroico de arquitecto o diseñador.
Hasta la fecha, no hay un método eficaz para siquiera intentar identificar a estas personas y destacar sus decisiones artísticas. La ausencia de su voz solo ha servido para afianzar la idea de que la arquitectura es obra exclusiva de individuos brillantes.
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Como los escáneres en 3-D son cada vez más comunes —tal vez lleguen a ser elementos de nuestros smartphones— nuestro método estará al alcance de casi cualquier persona. La gente usará esta tecnología en objetos grandes como edificios, pero también en cosas pequeñas.
Actualmente, nuestro equipo está trabajando con puntas paleoindias, más comúnmente conocidas como "puntas de flecha", para explorar una historia, una geografía y unas circunstancias muy distintas a las que encontramos con las estaciones de tren.
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