“El gobierno optó por no aplicar una cuarentena obligatoria que impusiera sanciones penales a la población”, dice Gustavo Grecco, presidente del Sindicato Médico del Uruguay y coordinador de la terapia intensiva del Sanatorio Americano, en Montevideo. “Para evitarlo, aplicó una estrategia que tomó en cuenta las ventajas demográficas de Uruguay, la fortaleza del sistema de salud y, sobre todo, la respuesta de los ciudadanos”.
La irrupción del coronavirus coincidió con la llegada al gobierno de Lacalle Pou. El 13 de marzo, apenas doce días después de su asunción, el flamante presidente decidió decretar la emergencia sanitaria en el país tras la confirmación de los primeros cuatro contagios. Si bien fueron suspendidas las clases, se cancelaron los eventos masivos y se ordenó el cierre de las fronteras, no se impusieron restricciones a la movilidad de las personas ni se exigió a los comercios —excepto a los shoppings— que bajen sus persianas.
Sin apelar a medidas coercitivas, el gobierno logró, de todos modos, que la actividad, sobre todo en lugares de recreación, cayera en forma drástica. Según reportes de Google Mobility —la plataforma que refleja tendencias de movilidad—, la concentración de personas en cafés, parques, centros comerciales y teatros cayó entre 75% y 80% en las dos primeras semanas de cuarentena voluntaria.