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El hombre desorientado

El discurso de la igualdad de la mujer hace que muchos hombres se sientan excluidos, cuando en realidad esto no va a cambiar sin ellos.
mar 09 marzo 2021 11:59 PM

(Expansión) - Uno se siente un poco fuera de lugar en estos días. Las mujeres desafían a instituciones que se mueven más lento que la equidad. Se juntan, estallan en gritos de reclamo, celebran avances, comparten en redes toda clase de convenios, proclamas, proyectos, se quedan en casa de brazos cruzados.

La clase política presume la diversidad de sus gabinetes, del Congreso, sus compromisos. Las empresas enfocan sus campañas de marketing en un intento de mostrarse a favor de equidad de género.

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La pregunta es qué pintamos los hombres en todo esto.

Según los datos más recientes somos aproximadamente la mitad de la población. Sin duda tenemos algo que decir. O que hacer. Lo primero de todo es, tal vez, entender.

Podemos entender que las mujeres y los hombres debemos tener las mismas oportunidades a la hora de vivir nuestras vidas. Es difícil defender lo contrario, creo. Si socialmente se decidiese poner freno al potencial de la mitad de la humanidad, estaríamos ante una política inhumana. Y nadie quiere defender esas cosas.

Lamentablemente así es el México de hoy: un mundo lleno de obstáculos para la mayoría de la población.

Sí, hay círculos en los que desde hace décadas el acceso a la educación, a los derechos mínimos y a la libertad se da por hecho. Las niñas pueden decidir ser ingenieras o futbolistas, si tener o no hijos, si mandar o no a la fregada al señor con el que decidieron casarse.

Como alguien que creció en una familia en el que la madre trabajaba y el padre colaboraba activamente en el hogar, me es fácil rehuir por ridículos los grupos masculinos donde la conducta la dicta la testosterona (o la falta de civilización) y no puedo evitar la risa ante ciertos dogmatismos del feminismo radical.

La capacidad de dirigir equipos, la mezquindad, la fortaleza, la violencia o la dulzura no son atributos propios de ningún género. Los dictan una combinación de educación y genética.

El tema es que mi educación, como la de una minoría, es hoy un privilegio. Como sociedad no estamos ahí.

En México matan a las mujeres por el hecho de ser mujeres. Un sistema de administración de justicia tan incompetente como el que tenemos nos enfurece aún más por la incapacidad de salvar la vida de la esposa golpeada, de la víctima aleatoria de una vejación en la calle.

No indignan menos las diferencias salariales de al menos 16%; o la discriminación en los consejos de administración (el 94% de los consejeros son hombres). Ahí están los horarios de las escuelas y las instituciones sociales diseñadas para cuidar a los niños e impedir que las madres puedan trabajar las mismas horas que un padre; o véase las políticas de maternidad (es un milagro que las mujeres decidan seguir teniendo hijos).

Y las reglas no escritas que restringen los accesos a determinados puestos, o financiamientos, o negocios.

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El maíz ofrece la autonomía económica para estas mujeres mexicanas

Falta mucho para llegar a una igualdad de oportunidades, y eso exige unas políticas públicas concretas. Pero no solo eso, y no porque lo defiendan las mujeres.

Es inviable el camino de la equidad, de esta libertad para que todos puedan elegir, sin la participación de los hombres en alguna parte del camino: como padres y educadores, como parejas corresponsables, como inversionistas en compañías, como gerentes, como compañeros de bancada en el Congreso o miembros de los cuerpos policiales.

Ser hombre hoy implica defender políticas que hagan de la maternidad un proyecto compartido. Impulsar en nuestras empresas, en nombre del talento y del desarrollo de una cultura sana, la homologación de salarios y políticas que, a la hora de contratar, exijan la formación de ternas diversas.

Exige detener o al menos evitar la conversación misógina y el humor de cantina de hace un siglo. Obliga a enseñar a nuestras hijas a que pueden ser científicas, ingenieras o deportistas de riesgo. Nos pide aprender a hacernos responsables de las tareas del hogar que nos corresponden. Y algunos hasta a aprender a cocinar, caiga quien caiga.

Por el camino los hombres habrán ganado mucho, me recuerdan a las feministas. Una mayor convivencia con los hijos. Más libertad a la hora de elegir nuestra carrera. Romper con la caza milenaria del mamut, esa para muchos servidumbre de ser proveedores; onerosa, pero defendido para justificar la injusticia salarial o la discriminación en las promociones.

A algunos hombres abrumados por el peso de la cultura, esto les permitiría algo tan básico como llorar, me dice una amiga (les ahorro el comentario machista que me nace).

Sobre todo, llegarán estos días de marzo y nadie podrá decirnos que sustentamos, constituimos y nos beneficiamos de algo llamado “el patriarcado”, que ha dirigido los pasos de la humanidad en los últimos milenios. Porque ya somos muchos los que sentimos que ya no estamos ahí, pero claramente no somos suficientes. Y este mamut está bravo.

Nota del editor: Alberto Bello es Editor en jefe de Grupo Expansión. Síguelo en Twitter . Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.

Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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