Y es que la pandemia del COVID-19 no solo ha impactado a nivel salud. También ha sido un factor para poner en evidencia las necesidades de una Ley de Ciberseguridad que, por un lado, proteja la infraestructura crítica que mantiene el orden social y económico, sustentando la industria de las telecomunicaciones, las cadenas de suministros, la banca y hasta los servicios del mismo gobierno.
Por otro, que tenga un carácter disuasivo para la disminución progresiva de la comisión de ciberdelitos y, a la vez, sancione justamente a quienes los cometan, abonando al Estado de Derecho.
Pero a la par de este esfuerzo que tendrían que hacer las Cámaras Legislativas, debe estar el compromiso del sector empresarial, donde la rápida transformación digital también ha ido develando brechas de ciberseguridad en tres grandes rubros: transacciones seguras e íntegras de punto a punto, la protección de la identidad digital y la privacidad de los datos.
Desde 2011, México ocupó el nada honroso primer lugar en ciberataques en toda Latinoamérica y seguimos siendo blanco atractivo del cibercrimen, ya que durante el primer semestre de 2022, se han detectado 80,000 millones de intentos de ciberataques, de acuerdo con el Consejo Nacional de la Industria Maquiladora y Manufacturera de Exportación (Index).
Lamentablemente, aún con esta cifra escandalosa, hay quienes podrían pensar que no representa ningún tipo de impacto en el futuro inmediato dentro de su ámbito o rubro empresarial, pero eso es solo la negación a una realidad que pronto los alcanzará.
No debemos olvidar que estamos en una era en la que todos los sectores económicos tienen dependencia unos de otros y el eslabón más débil, el que no tenga una transformación digital segura, será víctima de ciberataques que por su grado de disrupción, obliguen a salir del mercado a la organización por la incapacidad para seguir funcionando y proveyendo productos y servicios con los niveles de compromiso previamente acordados y adquiridos.