(Expansión) - El planeta está perdiendo al menos 10 millones de hectáreas de suelos sanos y fértiles cada año, según acaba de informar la semana pasada la Convención de Naciones Unidas contra la Desertificación de la Tierra después de analizar minuciosamente información de 126 países. Es una pérdida equivalente a dos veces el tamaño de Groenlandia, pero aún más sensible porque se trata de suelos vivos, un recurso no renovable del que los seres humanos dependemos para la producción de alimentos, ropa, medicina y materiales para construcción, entre muchos otros beneficios.
No podemos perder los suelos, los grandes tejedores de la vida
Aunque es una pérdida menos visible que las de biodiversidad o el calentamiento global, no es menos grave y está estrechamente relacionada. Si aspiramos a un futuro digno y un planeta vivible, no lo podemos permitir.
Los suelos son la última capa de la geósfera terrestre, que tiene una corteza de tan sólo el 0.473% de toda la masa que se conforma desde el núcleo. Más delgado aun que la última capa de una cebolla. Es en ese pequeño porcentaje donde toda forma de vida despliega el milagro de su existencia. El suelo es nuestro principal sustrato, el único lugar donde la magia de la alquimia se genera al combinar lo no biótico con lo biótico, donde miles de trillones de microorganismos se entremezclan con minerales y materia orgánica para generar los nutrientes que plantas, hongos, insectos y animales, necesitamos para vivir.
Los suelos configuran el inicio de la cadena trófica, que conforma un ciclo dinámico donde diversos procesos se entretejen para lograr que la trama de la vida permita que nosotros estemos hoy aquí, compartiendo un hábitat pluridiverso donde todas las especies juegan un rol fundamental. Por eso, hoy se vuelve imprescindible que conozcamos que los suelos vivos están en peligro. Basta decir que simplemente en nuestro país, las organizaciones especialistas en estos temas argumentan que nuestros suelos están degradados hasta en un 65% y también sostienen que a nivel mundial señalan que de continuar la forma con la que estamos tratando los suelos, la tendencia será que, en el año 2050, el 90% de los suelos vivos estará degradado desde niveles bajos, medios y altos.
La gran pregunta es ¿por qué hemos llegado hasta aquí? Esto no tiene una explicación simple, ya que son muchos los factores que convergen para que esta situación esté en el nivel de peligro en que estamos.
Lo que sí podemos afirmar es que está relacionado con la forma en la cual concebimos nuestro ser y estar en este cosmos que interpretamos bajo un paradigma lineal que ha sostenido una visión mecanisista de la vida, que tiene una óptica que contempla al mundo como una máquina subordinada a procesos racionalistas que no logran comprender dimensiones sutiles, holísticas y dinámicas, lo que nos ha desarraigado de la Madre Tierra. Y justo cuando esto pasa, nuestras formas de construir las estructuras de organización sociales, las instituciones administrativas y educativas y nuestras interrelaciones económicas y comerciales, están totalmente desvinculadas de la pacha, de la natura.
Por eso la manera en la cual tratamos los suelos está plenamente correlacionada con la forma en que tratamos nuestro cuerpo, con cómo estructuramos nuestras relaciones, desde las más simples hasta las más complejas, y donde lo único que importa es generar rentabilidad sin importar generar valores intangibles.
Hoy los suelos están muriendo porque nosotros los estamos envenenando y al hacerlo matamos a millones de pequeños seres vivientes que son los grandes tejedores de la vida. Si tan sólo valoráramos que más de un cuarto de los seres vivos que habitan este planeta está en el subsuelo y en la capa de la superficie, entenderíamos la importancia ecosistémica que esto representa, pero parece que creemos que sustituir este proceso vivo por fertilizantes químicos que envenenan no sólo el suelo, sino el agua y la atmósfera y, por supuesto a nosotros mismos, no es algo relevante. Que lo que verdaderamente importa es el hecho de generar utilidades a un puñado de empresas agroindustriales que nos inducen a consumir alimentos pobres en nutrientes y fabricar productos bajo un sistema de producción industrializado que hoy esta poniendo a la humanidad al borde de un cataclismo ecosistémico.
Si queremos evitar que olas de hambrunas se nos vengan como tsunamis devastadores, tenemos que comenzar a hacer las cosas de otra manera, a volver a tratar al suelo como lo que es: un sistema vivo que necesita generar procesos orgánicos. Desde esa visión tenemos que trabajar a favor de la vida y entender que si no suscribimos un Pacto con la Tierra, un acuerdo capaz de hacernos empáticos con la Madre Tierra, no habrá un futuro para las siguientes generaciones.
Sin justicia ambiental, no puede haber justicia social.
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Nota del editor: Francisco Ayala (@pactroll) es activista, hojalatero socioambiental, promotor cultural y ambiental. Fundador de La Cuadra A.C. y de Huerto Roma Verde. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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