En los últimos años asistimos a una explosión silenciosa pero evidente: todo tiene que ser calificado. Después de pagar en una autocaja, aparece una pantalla preguntando “¿cómo fue tu experiencia hoy?”. Las apps nos piden una valoración cada dos usos. Los marketplaces envían correos automáticos para saber si “el paquete llegó como esperabas o qué opinas sobre él”. Los call centers, al terminar la llamada, te piden que “permanezcas en la línea para evaluar la atención del asesor”, misma situación que se repite cuando una persona asiste a una tienda de atención al cliente o centro de servicio. La paradoja es obvia: nunca se midió tanto la experiencia del cliente y, sin embargo, nunca se sintió tan pobre.
La obsesión por medirlo todo está destruyendo la experiencia del cliente
Lo que empezó como una herramienta valiosa para escuchar a los usuarios se convirtió en un ecosistema saturado, repetitivo y cada vez menos útil, donde hasta muchas veces son los mismos empleados que las terminan completando. En la actualidad, más que recoger insights reales, muchas marcas están generando fatiga, desconfianza y desconexión.
Y el problema no es solo estético: es estratégico. El incremento exponencial de las encuestas de satisfacción está erosionando la capacidad de las empresas de construir relaciones de largo plazo. Cuando la búsqueda desesperada de un número termina sustituyendo la creación de una experiencia memorable, el foco del negocio se desplaza del cliente al KPI.
En teoría, herramientas como NPS o CSAT nacieron para capturar señales rápidas y permitir mejoras ágiles. Pero la realidad es que el mercado las llevó a un extremo donde ya no diagnostican nada profundo. Según Gartner, solo el 14% de las empresas logra convertir sus datos de experiencia del cliente en acciones tangibles que mejoren el negocio.
Se mide mucho, pero se transforma muy poco. Forrester, por su parte, documenta el fenómeno de la “Feedback Fatigue”: el 72% de los consumidores siente que la cantidad de preguntas post-interacción es excesiva, y más del 60% declara ignorarlas sistemáticamente. Las marcas creen que están escuchando más, pero los usuarios sienten que están trabajando gratis para ellas. Mientras tanto, lo esencial, el funcionamiento real de los servicios queda sin atender.
Las organizaciones se aferran a las encuestas porque ofrecen una sensación cómoda de control. Un dashboard repleto de números transmite la idea de que la experiencia está medida, monitoreada y gestionada. Pero esa comodidad es, muchas veces, una ilusión.
El usuario moderno no quiere que lo midan: quiere que lo entiendan. Quiere que cada interacción sea fluida, que un proceso se resuelva sin fricciones, que no tenga que repetir datos tres veces, que pueda pagar rápido, que la app no se congele, que el producto llegue cuando debe. Quiere que la marca cumpla, no que le pregunte.
Sin embargo, en lugar de observar comportamientos reales, perfeccionar journeys o mejorar sistemas, muchas compañías eligieron el camino más fácil: más encuestas, más métricas, más campos obligatorios. El resultado es un ecosistema donde preguntamos demasiado y escuchamos poco.
La experiencia del cliente no es un formulario. No es un número, ni una estrella, ni una escala del 1 al 10. Es una percepción acumulada en el tiempo. Y esa percepción se forma en detalles que ningún NPS puede capturar: la rapidez real en una fila, la limpieza de un espacio, la claridad de una interfaz, la empatía de un asesor, la ausencia de obstáculos, la consistencia en cada punto de contacto. McKinsey señala que las mejoras en experiencias completas pueden aumentar la satisfacción del cliente entre un 20% y 30%, y reducir costos operativos hasta en un 25%. Ninguno de esos resultados proviene de preguntar más, sino de diseñar mejor. La experiencia se vive, no se responde.
Las marcas que insisten en medir cada interacción están cayendo en un círculo vicioso: confunden “tener datos” con “tener insights”, y confunden “preguntar” con “cuidar la relación”. La lealtad no nace de llenar encuestas. Nace de sentirse bien atendido.
Según PwC, el 32% de los consumidores abandona una marca después de una sola mala experiencia, incluso si le piden evaluarla después. El usuario actual es menos tolerante, más informado y volátil. Y lo que realmente valora es eficiencia, claridad y empatía, no métricas. En otras palabras: las encuestas no salvan una mala experiencia, solo la exponen.
La crítica no es hacia las encuestas en sí, sino hacia el abuso de ellas como mecanismo para reemplazar el esfuerzo de mejorar. La pregunta ya no es “¿cómo te atendimos hoy?”, sino: ¿por qué necesito preguntarte esto? ¿La experiencia que diseñé no lo deja claro por sí misma? Un modelo más maduro debería favorecer feedback contextual y mínimo, observación real, simplificación de procesos, experiencias consistentes, señales cualitativas y, sobre todo, un KPI final verdaderamente relevante: la recomendación orgánica. La voz en boca no se compra, no se pide y no se encuesta. Se gana.
Las marcas están tan concentradas en medir la experiencia que dejaron de diseñarla. Y la consecuencia es evidente: mucha medición, poca mejora. Quizás es momento de una pausa. De dejar de empujar encuestas y empezar a construir experiencias que la gente recuerde, recomiende y quiera repetir. Porque al final, la métrica más poderosa no está en una pantalla: está en la decisión del cliente de volver.
_____
Nota del editor: Matías Carrocera es experto en liderazgo, capital humano y visión empresarial, con una trayectoria destacada en el desarrollo de estrategias innovadoras. Síguelo en LinkedIn . Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión