El concepto se extiende también hacia el resto de América Latina: los argentinos somos los "blanquitos" privilegiados —muchos descendientes, por supuesto, de harapientos inmigrantes que llegaron desde España, Rusia, Italia o Siria— en un continente lleno de "negritos simpáticos”.
Por esto, las palabras de Fernández pueden no ser tomadas como un comentario racista explícito, sino más bien como una expresión de la mezcla de arrogancia e ignorancia que muchas veces es la marca registrada de los argentinos.
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"La sociedad argentina es tan racista que ni siquiera se da cuenta de su racismo", explicó el investigador Daniel Mato, un experto que trabaja para la Unesco en una entrevista del año pasado con la agencia estatal de noticias Télam. "Lo tiene 'naturalizado', lo que indica cuán racista es", completó.
En Argentina se desprecia por la condición socioeconómica, no se odia por el color de la piel.
Aquí un mestizo de origen criollo puede ser el albañil al que se mira de manera sospechosa porque es pobre o el ídolo del fútbol que llena estadios y embolsa millones. El argentino de origen italiano o español será, dependiendo de la ocasión, un verdadero y valioso producto local o un "tano bruto" o un "gallego amarrete".
Y aquel de religión hebrea será el cariñoso "Rusito" o un "judío piojoso”.
El presidente Fernández, al igual que la enorme mayoría de la clase política y la élite económica, no se eleva por encima de esta tara argentina.
Por eso, queridos amigos y amigas mexicanos y brasileños, muchos argentinos les pedimos disculpas: por demasiado tiempo nos creímos blancos y terminamos convertidos en el vecino pobre que no se da cuenta de que es pobre y vive de su esplendor pasado, condescendiente y engañandose a sí mismo.