Quedé fascinada con el concepto. Había oído hablar muchas veces de la resiliencia en las personas, en las relaciones, en la capacidad que tenemos de volver a comenzar. Pero nunca antes lo había relacionado con la naturaleza, con los materiales que usamos todos los días. Al parecer, la resiliencia es parte de la vida. Una parte muy necesaria.
El proceso de coaching con Juan fue intenso, difícil. El inicio fue lento. Las primeras conversaciones parecían no ir a ninguna parte. Juan estaba resistente a abrirse, y mi función en ese momento era esperar pacientemente a su lado, sin dejar de escuchar, de preguntar, de estar ahí para él. Estaba frente a un material que oponía resistencia a modificarse.
No es la primera vez, claro que no. Me he encontrado con muchos casos así, donde los cambios tardan en llegar, donde la resistencia es visible, donde las conversaciones dan vueltas alrededor de los mismos temas y acaban por lo general en un callejón sin salida. No es que me sorprendiera. Pero siempre cada proceso es único e irrepetible. Y esta vez, como en todas las demás, yo quería acompañar a Juan a lograr su mejor versión. Esa es mi misión en este juego. Y no pensaba darme por vencida.
Juan había tenido que recorrer un camino sinuoso. Le había tocado moverse de país más de una vez. A veces solo, a veces con su amada familia que lo acompañaba a pesar de todo lo que ello implicaba. Y él lo contaba como algo normal, natural, como parte de los requerimientos de su trabajo.
Siempre de buen humor, siempre paciente, siempre agradecido, siempre afirmando que lo mejor estaba por venir. Pero su material estaba siendo sometido a mucha presión. La exigencia no cesaba. Los engranajes tenían que seguir funcionando y dar buenos resultados a pesar de todo. Eso me preocupaba. Pero no podía hablar de eso en ese punto. Porque para Juan, aparentemente, todo estaba bien. Al menos eso decía.
Poco a poco, las puertas se fueron abriendo. Recorrimos juntos muchos caminos. Algunos más oscuros que otros. Mis preguntas iban y venían, bailábamos una danza donde de repente podía acercarme, y a veces tenía que tomar distancia. Cada avance, cada centímetro, valía la pena. Podía ver a Juan cada vez menos gris, más conectado con sus equipos de trabajo, más consciente de sus posibilidades y lo mejor de todo, con ganas de ir por más.