La globalidad junto con la llegada de la era digital ha acelerado los procesos de transformación en las dinámicas sociales. El individuo común ahora se comunica, interactúa y toma decisiones de forma diferente; la información es un activo de sumo valor y el consumidor se ha empoderado gracias al acceso a ella, tornándose más exigente respecto de la calidad en sentido amplio de los servicios o productos que demanda.
Así, en este paradigma de cambios vertiginosos que inició a partir del último cuarto del siglo pasado, las organizaciones han comprendido de la necesidad de adaptarse al contexto histórico reinventándose periódicamente, lo cual se traduce en la simple frase “renovar o morir”.
Ahora bien, en el mundo de los negocios, innovar no es tarea sencilla, puesto que, por definición, emprender proyectos creativos conlleva riesgos. Por tanto, es común que existan resistencias hacia la implementación de ideas que salgan de lo convencional; el temor a perder una inversión financiera puede llegar a ser una razón persuasiva para buscar apostar por lo seguro o por aquella fórmula que ha funcionado en el pasado.
No obstante, en la era contemporánea, lo novedoso puede volverse obsoleto en relativamente poco tiempo; lo atractivo quizá se perciba como anticuado al cabo de unos meses; y la tecnología más vanguardista con certeza será superada por nuevas patentes sin demasiada demora.
OPINIÓN: Necesitamos más líderes, menos jef@s
El miedo al cambio es uno de los diques más extendidos dentro de las estructuras organizacionales, lo cual resta competitividad y limita las posibilidades de una empresa para sobrevivir en escenarios de crisis. La corporación que no se atreve a explorar caminos distintos, está condenada al rezago en tiempos de estabilidad, mientras que anula a la par su capacidad para adaptarse velozmente al cambio en momentos de adversidad.
Además, el pensamiento creativo permite añadir valor a la corporación, optimizando procesos, mejorando el ambiente laboral y contribuyendo a cubrir las expectativas del cliente.