La Cuenta Pública 2019, que representa el primer año del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, es un ejemplo de la forma en la que los actuales funcionarios se relacionan con la fiscalización. La pandemia fue el argumento (pretexto) que esgrimió la administración pública federal para retrasar por meses la información que debía ser auditada. Es decir, los entes que debían sujetarse a auditorías cerraron operaciones, se detuvo la entrega de documentación y entonces la fiscalización se retrasó.
Recientemente, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) dio a conocer la segunda entrega de la Cuenta Pública 2019 con el resultado de 487 auditorías sobre un monto de 3.7 billones de pesos, lo que implicó 41.24% del universo seleccionado e incluye 783 recomendaciones al desempeño, 566 pliegos de observación, 558 procedimientos de responsabilidad administrativa sancionatoria, 367 recomendaciones, 55 solicitudes de aclaración.
Para fines prácticos, sí hay la presunción de corrupción en varios casos. Sin embargo, el proceso aún no termina y en este momento hay un periodo para presentar las pruebas que demuestren que no hay lugar a tal presunción. Como sea, el COVID-19 ha puesto en evidencia los vacíos (y resistencias) en materia de fiscalización. Algo que, ciertamente, tampoco es nuevo considerando que en la Fiscalía General de la República y en el Tribunal de Justicia Administrativa se encuentran viejos procesos todavía abiertos, activos, sin resolver.
¿Qué respuesta dará la llamada cuarta transformación a la fiscalización de la ASF? La pandemia no se ha ido, todo lo contrario, aquí seguirá y si no hay mejores condiciones para fiscalizar, cuidado, las precipitadas decisiones para gestionar las crisis económica y sanitaria pueden dar lugar a malos manejos. ¿Alguien sabe con claridad hacia dónde se va el recurso para contrarrestar los latigazos de la pandemia? ¿Bajo qué consideraciones se están dando las adjudicaciones directas? ¿Quién está midiendo la eficiencia del gasto?