Por ejemplo, cuando se interactúa con alguien, una emoción se puede dar al liberarse (involuntariamente) neurotransmisores como la feniletilamina, dopamina y oxitocina, provocando dilatación de las pupilas, sudoración y aumento en el ritmo cardiaco, lo cual se interpreta en la mente como un sentimiento de atracción.
En síntesis, dichas reacciones corporales se manifiestan en una gama amplia de sentimientos positivos o negativos, como amor, odio, esperanza, miedo, gloria, rechazo y muchos más.
La confusión se da porque los Homo sapiens, por cuestiones de supervivencia, estamos diseñados psicológicamente para creer que el consciente está en control total de nuestras acciones y decisiones; por lo tanto, no nos damos cuenta de la inmensa y prevalente influencia de los afectos (emociones y sentimientos) sobre todo lo que pensamos y hacemos.
Dicho impacto se ha documentado en el fenómeno conocido como heurística de afectividad, acuñado por Paul Slovic en 2002, el cual describe cómo las personas permiten que sus emociones y sentimientos hacia un objeto o situación influyan en su percepción de los riesgos y beneficios asociados. Por ejemplo, tendemos a creerle todo lo que dice al político que nos agrada y a desacreditar todo lo que dice aquél que odiamos.
En un contexto comercial, es sumamente más probable que optemos por la marca, producto o servicio que nos genera un sentimiento positivo consciente e inconscientemente. Para esto, las empresas que saben lo que hacen condicionan respuestas automáticas en la mente de los consumidores a través de comunicaciones en un ejercicio muy parecido al famoso experimento de Pavlov. Cuando se presentan al mismo tiempo y muchas veces un estímulo que naturalmente detona un sentimiento positivo (personas felices) con otro estímulo neutro (marca), este último se convierte en un sinónimo de dicha experiencia agradable. ¿Qué siente inevitablemente un consumidor ferviente de refrescos de cola cuando ve su marca favorita en el anaquel? Ese sentir ha sido estratégicamente implantado en su psique.
Por otro lado, tenemos también el impacto de los humores sobre las decisiones. Un impulso se da frente a una influencia intuitiva inmediata, lo cual se transforma en humor cuando está presente en periodos más largos (minutos, horas, días e incluso meses). Muchos estudios contemporáneos han validado la hipótesis de los sentimientos como estimulantes o inhibidores de las inclinaciones presentes al momento. Es decir, cuando estamos de buenas seremos más propensos a elegir aquello en lo que estamos enfocados (puede ser algo bueno o malo) y viceversa. Se ha detectado que el mal humor hace que un consumidor analice más las cualidades racionales de un producto y, en contraste, el buen humor lo lleva a optar más con base en sus emociones. Esto explica perfectamente lo que los supermercados han detectado empíricamente; un cliente en un entorno feliz va a comprar más, por eso deben cuidar tanto el ambiente, música, temperatura, trato del personal y más.