Vivimos tiempos difíciles en materia laboral. Las dificultades para combatir la pandemia, pero sobre todo la negativa del Presidente de la República para ofrecer al sector privado apoyos fiscales y financieros que permitan preservar las fuentes de trabajo, chocan con el tono de las conversaciones y están sentando las bases de una tremenda crisis que pagaremos todos. Trabajadores, empresarios y gobierno.
El trabajador, en el mejor de los casos, percibirá menos ingresos. El empresario perderá músculo, el conocimiento de su fuerza laboral y su valor agregado. El gobierno recibirá a cuentagotas ingresos a través de los impuestos, que son su motor para materializar, entre otras cosas, el desarrollo social por el que tanto lucha.
Mientras más nos tardemos en preservar y fomentar el empleo a través de estímulos, como ocurre en otros países, seguiremos alejándonos de un principio básico que determina que, sin empleo no hay progreso, y entonces llegaremos a un escenario absolutamente peligroso: distribuir la pobreza.
En abril, según el Inegi, 12.5 millones de mexicanos perdieron su empleo, fueron suspendidos sin goce de sueldo o dejaron de buscar trabajo por efectos de la pandemia. Por otro lado, el pico de contagios no ha bajado y esto coloca al sector productivo en una posición delicada pues no es recomendable regresar a los centros de trabajo y con poca liquidez solo hay dos caminos: mantener las renegociaciones contractuales que se traducen en menores ingresos o intensificar la espiral del desempleo.
Las empresas que son las generadoras de la riqueza no cumplirán su objetivo, ante el poco apoyo del gobierno. Consecuentemente, la pobreza se multiplicará, junto con el descontento social y la violencia.
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