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OPINIÓN: 11-S, la crónica sobre una nube gris que avanzó hacia nosotros

De la noche a la mañana, y de una forma un tanto sorprendente, Nueva York se volvió el símbolo nacional de la resiliencia, el corazón indomable de Estados Unidos.
mar 11 septiembre 2018 11:53 AM

Nota del editor: Este ensayo se escribió en diciembre de 2001, cuando John Avlon, analista político sénior de CNN y conductor, era el jefe de redactores de discursos del entonces alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani. Se incluyó en la antología Empire City: New York Through the Centuries. Las opiniones en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.

(CNN) – Fueron 341 bomberos de la ciudad de Nueva York, 23 oficiales de la policía de la ciudad de Nueva York, 37 agentes de la policía de la Autoridad Portuaria, tres funcionarios del tribunal, dos paramédicos y miles de civiles inocentes. Es evidente que los números, por sí solos, no les pueden hacer justicia.

En un instante se tomó un retrato completo de Estados Unidos: personas de todas las razas, religiones y etnias; padres y madres, hijos y recién casados; hermanos, hermanas y amigos. En nuestro dolor vimos que Nueva York había estado distraída con cosas irrelevantes durante demasiado tiempo.

Los actos heróicos de aquellos a quienes perdimos nos hicieron darnos cuenta de la importancia esencial del valor. De la noche a la mañana, y de una forma un tanto sorprendente, Nueva York se volvió el símbolo nacional de la resiliencia, el corazón indomable de Estados Unidos.

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Tengo en mi escritorio una lista de cada bombero, policía y uniformado que murió en el cumplimiento de su deber ese día. Sus nombres ocupan 47 páginas. Como redactor de discursos del alcalde Giuliani fue mi responsabilidad escribir o revisar sus panegíricos.

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El Departamento de Bomberos de la Ciudad de Nueva York había perdido 778 hombres, desde su fundación en 1865, hasta el 10 de septiembre de 2001. En el transcurso de una mañana, perdió casi la mitad de ese total histórico. Nada había preparado a la ciudad ni al departamento para este nivel de pérdida. Entonces, a los cuatro que trabajábamos en nuestra pequeña oficina correspondió hacer lo mejor posible para hacerles justicia, para agradecerles, para dar algo de consuelo a su familia en nombre del ayuntamiento.

No hay que olvidar que el 11 de septiembre empezó siendo un día hermoso de cielo azul. Se estaban llevando a cabo las elecciones primarias en toda la ciudad; mientras la gente se formaba en las casillas o dejaba a sus hijos en la escuela, se detuvieron repentinamente y dirigieron la mirada hacia un rugido en el cielo. Eran las 8:46 a. m.

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Mohamed Atta, quien pilotaba el primer avión secuestrado —el American Airlines 11— voló bajo y ruidosamente por Manhattan con la vida de 92 pasajeros en sus manos; pasó por tiendas, iglesias y finalmente, el arco de Washington Square, mientras apuntaba al corazón de las Torres Gemelas.

El primer avión pasó junto a mi ventana. Estaba durmiendo tras un largo fin de semana de trabajo; mi novia oyó el rugir de los motores que se acercaban, me sacudió y ambos vimos el vientre plateado pasar por la ventana de mi departamento en el quinto piso de un edificio en Greenwich Village. Asumimos que se iba a estrellar, pero parecía que el avión iba extrañamente controlado para ir volando tan bajo.

Esperamos el choque, escuchamos un sonido débil y vimos cómo empezó a salir humo negro sobre los árboles, más allá de la torre de la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. Luego, las primeras sirenas del día sonaron a la distancia. Recordé que un avión se estrelló con el Empire State en 1945. Pese a que no había nubes, traté de convencerme de que este también pudo haber sido un accidente.

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A las 9:03, el segundo avión hizo un giro forzado hacia la torre sur, mientras el mundo miraba por televisión. Una enorme llama anaranjada floreció en nuestras pantallas mientras nos dábamos cuenta de la nueva realidad. Cuando salí de mi departamento rumbo al Palacio Municipal, los escuadrones de bomberos de toda la ciudad se apresuraron a alcanzar a quienes ya estaban en lo que se volvió la "zona cero".

En las calles, la gente estaba petrificada a medio trayecto, reunida en las esquinas, hablando con desconocidos o por teléfono, mirando las heridas ardientes que se habían abierto en los costados de las Torres Gemelas. Pasé por el patio de un kínder, en el que los niños seguían jugando mientras sus maestras miraban sobre el hombro hacia los edificios que se incendiaban a la distancia.

Una ciudad desconcertada

Parecía que el acero se había derretido alrededor de la zona de impacto y reflejaba la luz del sol, lo que daba a los bordes un resplandor plateado, como si se tratara de un efecto especial exagerado. Pese a lo horripilante de la escena, todos asumíamos que lo peor había pasado ya; pocas personas pensaron que las torres se derrumbarían. Después de todo, las habían bombardeado en 1993 y aunque habían muerto seis personas y miles resultaron heridas, las Torres Gemelas seguían en pie.

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El tren subterráneo suspendió operaciones y era imposible encontrar un taxi, así que logré llegar a Broadway abriéndome paso entre un mar de personas que evacuaban hacia el norte. Ahora, un humo negro llenaba el aire y podía verse desde todos los rincones de la isla. Esperaba ver pánico generalizado, pero el éxodo ocurrió en relativa calma y orden. Fue la reacción de una sociedad civil a un ataque masivo.

Amigos y colegas esperaban en los escalones del Palacio Municipal, mirando hacia las torres que se quemaban a menos de tres calles de distancia. Dentro del edificio reinaban la preocupación y el pánico controlado… los colegas intercambiaban miradas de desaliento y preocupación de que el siguiente blanco fuera Times Square o el edificio de Naciones Unidas.

Los reporteros llamaban a la oficina de prensa pidiendo comentarios. Miré un diario que alguien había dejado sobre el escritorio y guardé la fecha en la memoria. Su contenido se volvió irrelevante al instante, noticias de otro siglo. A tres calles, la gente se lanzaba de los pisos más altos del Centro Mundial de Comercio. Un observador contó que los vio caer al piso "como si fueran melones", mientras en la explanada sonaba How Deep Is Your Love?

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Los bomberos, con equipo completo, subían a toda prisa las escaleras del centro mientras los empleados trataban de bajar para ponerse a salvo. Esta es la imagen que los sobrevivientes repitieron una y otra vez: "mientras bajábamos, ellos subían".

En el ayuntamiento nos enteramos de que el alcalde se estaba preparando para dar una conferencia de prensa a una calle de los edificios en llamas. La idea no era solo dar información al público en general, sino también a quienes seguían atrapados en las Torres Gemelas. Estaban llamando a sus familiares y amigos, preguntando si había algo que pudieran hacer y, en algunos casos, despidiéndose.

A las 10:05 a.m. la torre sur se estremeció y colapsó. Unos 23 minutos más tarde, la torre norte también cayó. Fue una avalancha en el bajo Manhattan que alcanzó 2.4 en la escala de Richter. El estruendo de los edificios derrumbándose fue como el de mil jets despegando al unísono. En el fondo casi se podía oír el suspiro colectivo de la vida humana, la incredulidad, el horror y la resignación mientras el acero se doblaba finalmente y 110 pisos implosionaban, uno sobre otro.

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Una nube gris de escombros avanzó violentamente hacia nosotros por City Hall Park, una nube implacable de concreto pulverizado que oscureció brevemente el cielo azul. Luego alcanzó el Palacio Municipal y todo quedó a oscuras y en silencio, como si fuera de noche, salvo por los ruidos de los escombros que caían en el techo y que chocaban con las paredes del viejo edificio de piedra. Por un momento pensamos que moriríamos, si no por el derrumbe del edificio, por algún agente biológico que estuviera flotando en el aire.

Rescatistas, héroes y víctimas

Emergió una aleación básica de emociones. Unas mujeres duras, cuyos hijos estaban en casa, se acurrucaban en la rotonda, al pie de la escalinata. Algunos hombres callaron, asustados. Otros gritaron órdenes contradictorias. Tras varios minutos, el polvo empezó a asentarse y la luz empezó a pasar; pudimos ver que el bajo Manhattan se había vuelto un páramo gris de cenizas y humo, salpicado de sirenas.

Parecía que todos los neoyorquinos conocían a alguien que estaba en las torres. En el ayuntamiento, trabajamos al lado de los uniformados todos los días. Eran amigos y, en algunos casos, familia.

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El capitán Terence S. Hatton era el líder de Rescue One, la unidad de élite de rescate de la ciudad. Él y Beth, la asistente ejecutiva del alcalde, se habían casado hacía cuatro años en Gracie Mansion. Su retrato, de pie sobre el escritorio de Beth (con el rostro cubierto de hollín después de sofocar un incendio), era un recordatorio constante de para quién trabajábamos en realidad y cómo lucía el valor verdadero.

Terry Hatton pudo haber sido lo que él quisiera. Medía 1.93 m y tenía la dignidad de un joven Gary Cooper. Pudo haber sido estrella de cine. Si lo hubiera sido, su trabajo habría sido encarnar a personas como Terry Hatton, increíblemente valiente y práctico, poseedor tanto de integridad como de inteligencia.

Al igual que su padre, él amaba ser bombero de Nueva York. Lo habían condecorado 19 veces por su valentía a lo largo de 21 años de carrera. En agosto de 2001, Terry rescató a ocho personas que quedaron atrapadas en el cubo de un elevador cerca del piso 80 del Centro Mundial de Comercio. Las unidades de rescate fueron las primeras en llegar a la escena y se cree que el 11 de septiembre eran los que estaban más arriba en las torres, que se habían apresurado a apagar los incendios y a salvar a las personas que estaban varadas. Rescue One perdió a diez de sus hombres ese día.

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Perdimos a tantos de los más valientes de Nueva York, incluidos 60 bomberos fuera de servicio que corrieron a las torres cuando se enteraron del ataque. Casi todos dicen que el legendario capitán Paddy Brown era el bombero más condecorado del país. Había estado en servicio en dos ocasiones en Vietnam como infante de Marina y cuando regresó a su casa en Queens, dedicó su vida a combatir incendios y a salvar vidas. Recientemente había incursionado en el yoga y daba clases de artes marciales a los ciegos.

Perdimos al padre Mychal Judge, el querido capellán del departamento que guio a familias en tragedias como incendios y el accidente del vuelo 800 de TWA, en la costa de Long Island.

Perdimos al Director de Operaciones Especiales, Ray Downey, un veterano de 40 años que dirigió la misión de recuperación tras el primer atentado en el Centro Mundial de Comercio y más adelante, las labores de rescate de la Agencia Federal de Manejo de Emergencias de Estados Unidos tras los atentados de Oklahoma City. Por su heroísmo y su experiencia en el campo, lo incorporaron al equipo antiterrorismo del presidente. Sus hijos, que también están con el Departamento de Bomberos de Nueva York, pasarían gran parte del siguiente mes excavando en la zona cero en busca de su padre.

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Giuliani inspira a la ciudad

En las horas y los días que siguieron al ataque, la ciudad de Nueva York se transformó en algo parecido al Londres de la Batalla de Inglaterra: se habían evacuado zonas enteras de la ciudad y el ejército estaba presente en las esquinas. El olor acre del humo y la ceniza flotaba en el aire y las personas andaban por ahí traumatizadas, con una mezcla de adrenalina y desesperanza mientras esperaban otro ataque que para muchos era inevitable.

Cuatro horas de haber estado al borde de la muerte por el derrumbe de la torre sur, el alcalde Giuliani se presentó ante los reporteros en la Academia de Policía de la calle 20 Este. Le preguntaron cuántas personas habían muerto. "Más de las que podemos soportar", contestó rápidamente.

Habló sin notas e inspiró confianza en un mundo herido gracias a su franqueza, honestidad y compasión. Esa tarde, regresó a la zona cero para supervisar las labores de salvamento y recorrió los restos de la ciudad a la que amaba como si fuera un Winston Churchill moderno. En sus reuniones con el equipo ejecutivo, fuera de cámara, el alcalde se transformaba en un líder de guerra que organizó decisivamente cantidades enormes de información y dirigió las labores de recuperación.

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Giuliani recibía aplausos espontáneos cuando caminaba por las calles. Su valor incansable nos inspiró a levantarnos pese a la devastación. Trabajando sin cesar enfrentamos los desafíos que se nos presentaban… después de todo, lo extraordinario es ordinario para quienes lo viven.

El centro de comando de emergencias del ayuntamiento había quedado destruido en el ataque; sin embargo, 72 horas después ya había un centro de comando nuevo operando totalmente en un muelle cercano a la calle 52, junto al río Hudson. Afuera de la oficina del alcalde, en el nuevo centro de comando colgamos una bandera de la época revolucionaria con la frase "No me pisotees".

La mañana siguiente al ataque, regresé al Palacio Municipal. La avenida FDR estaba cerrada salvo para los vehículos de emergencias y pasamos por ahí con las luces y las sirenas encendidas. La belleza del cielo azul era ajena a lo que había ocurrido 24 horas antes.

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La ausencia de las Torres Gemelas en el paisaje era desgarradora, al igual que la presencia de los tanques y los Humvees a lo largo de Park Row. Había unas patrullas aplastadas a lo largo de la acera. En los aparadores de los comercios se habían escrito mensajes sobre el polvo acumulado: "Que descansen en paz todas las personas que murieron hoy, 11/9/2001".

El ayuntamiento estaba oscuro y casi vacío, solo había unos cuantos guardias. En la oficina del alcalde, el retrato de Fiorello LaGuardia clavaba la mirada intensamente en el silencio sepulcral. Afuera, alguien se había encargado de arriar las banderas a media asta.

Caminé hacia la capilla de San Pablo, en la punta sur de City Hall Park y pasé a un lado de unos trabajadores de los servicios de emergencia que regresaban del esqueleto humeante de la zona cero, desanimados hasta los huesos por haber encontrado tan pocos sobrevivientes.

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Cuando se construyó la capilla, en 1766, la tierra que la rodeaba se consideraba campiña. George Washington había caminado ahí para orar después de que lo nombraran primer presidente de Estados Unidos. Desde 1973, San Pablo estuvo en contraesquina del Centro Mundial de Comercio. Ahora, en el cementerio de la capilla, los árboles estaban arrancados de raíz, las lápidas de 200 años de antigüedad estaban rotas o derribadas totalmente, pedazos de las persianas romanas pendían en las ramas de los árboles y una capa de 15 centímetros de papeles, escombros y cenizas cubría el suelo. Al inspeccionar los restos más de cerca, encontrabas pedazos de estados de cuenta, recibos, fotografías y archivos de personas que habían trabajado en el Centro Mundial de Comercio. La irrelevancia de lo que alguna vez pareció importante quedó expuesta brutalmente.

Afuera del cementerio, en el límite de la zona cero y sobre la entrada al subterráneo, había un anuncio del Investor's Business Daily intacto. Se leía: "Elige el éxito".

Había un pequeño milagro evidente entre toda la devastación. La capilla de San Pablo había sobrevivido al colapso de las torres sin que se rompiera una sola ventana.

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"Nadie tiene mayor amor que este…"

Mientras el municipio se movilizaba para superar los efectos del ataque, el departamento de redacción de discursos empezó a planificar las inevitables conmemoraciones. Personajes históricos remotos como Churchill y Franklin Roosevelt cobraron nueva relevancia con sus temas de valor, desafío y libertad ante el miedo. Una cita bíblica, la de Juan 15:13 ("Nadie tiene mayor amor que este, que es el poner su vida por sus amigos") resonó porque cientos de personas habían dado la vida por miles de desconocidos.

Pero para nosotros la mayor inspiración llegó del dolor profundo de los neoyorquinos ordinarios: monumentos improvisados de notas y velas derretidas en los parques afuera de las estaciones de bomberos; banderas de Estados Unidos ondeando en casi todos los edificios de departamentos; almas inquebrantables de pie a lo largo de la autopista West Side a todas horas del día y la noche durante más de un mes, sosteniendo letreros y alentando a los rescatistas que iban y venían de la zona cero. Fue el espíritu de una ciudad resiliente… indignada, comprometida, unida. Poco a poco, los panegíricos empezaron a tomar forma y se tejían los temas comunes en los contornos de la vida extraordinaria de cada persona.

El 15 de septiembre se llevó a cabo el primer funeral. Fue el del padre Mychal Judge, el querido capellán del Departamento de Bomberos, que murió cuando le cayeron unos escombros mientras le administraba los santos óleos a un bombero caído. Exactamente tres meses después, sepultamos al jefe Ray Downey. En el inter hubo más de 400 héroes de los servicios de seguridad y miles de civiles de 83 países. Sus historias se contaron una y otra vez con la intención de asimilar la tragedia, de entender lo incomprensible.

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Hubo una mujer de mediana edad, de Kazajistán, que había llegado temprano en su primer día de trabajo en Estados Unidos, y una joven corredora de bolsa que murió justo un mes después de su boda.

El bombero John Chipura sobrevivió a los ataques terroristas de 1983 en el cuartel general de los infantes de Marina en Beirut, en donde murieron 241 de sus colegas; luego, sirvió siete años en la Policía de Nueva York para después incorporarse al Departamento de Bomberos.

John O'Neil hizo carrera como experto en contraterrorismo del FBI y dirigió la búsqueda de Osama bin Laden luego del ataque de al Qaeda contra el USS Cole; luego, asumió el cargo de director de Seguridad del Centro Mundial de Comercio en agosto de 2001.

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Henry Thompson era un funcionario del tribunal que tomó posesión de una vagoneta y se dirigió a toda prisa a las torres con dos de sus colegas.

Pete Ganci, jefe del Departamento de Bomberos, ordenó a sus hombres que alejaran de las torres el puesto de comando del Departamento y luego entró a los edificios en llamas minutos antes de que se derrumbaran.
Glenn Winuk era un abogado respetado y comisionado de los bomberos voluntarios de Jericho, un suburbio de Nueva York; tras el ataque ayudó a evacuar a sus compañeros del despacho y luego fue a las torres a ayudar con las labores de rescate.

El capitán Timothy Stackpole tenía cinco hijos; hacía poco que había regresado al trabajo tras recuperarse de las quemaduras en más del 90% de su cuerpo, causadas en un incendio en el que murieron dos de sus amigos.

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La oficial de policía Moira Smith fue de las primeras que reportaron que un avión se había estrellado contra las torres; horas más tarde, esta madre de un niño de dos años y esposa de un policía se volvió la primera mujer policía que murió en el cumplimiento de su deber ese día.

El legendario comisionado segundo del Departamento de Bomberos, Bill Feehan, quien había ocupado todos los cargos en el departamento se volvió el bombero de más edad en la historia de la organización en morir en el cumplimiento de su deber.

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Recordamos a los muertos

En la ciudad de Nueva York, ser bombero o policía suele ser una tradición familiar. El ataque afectó desproporcionadamente a algunas familias y comunidades: los hermanos Joseph y John Vigiano; los hermanos Thomas y Peter Langone; los hermanos Timothy y Thomas Haskell; los primos Manuel y Dennis Mojica, y Joseph Angelini, padre y Joseph Angelini, hijo… todos ellos murieron el 11 de septiembre. Esto es más que el lazo fraternal entre bomberos y policías: esto es una familia.

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Sus funerales se celebraron en capillas, sinagogas, estaciones de bomberos y catedrales. Más de una docena se llevó a cabo en la catedral de San Patricio, en la Quinta Avenida. Ahí es en donde notas totalmente la sensación de majestuosidad y la tragedia de esta ciudad transformada.

Miles de bomberos con su uniforme azul de gala bordeaban las calles. Cientos de amigos, admiradores y conciudadanos llenaron las escalinatas de la catedral. Dos camiones de bomberos, estacionados lado a lado, desplegaron sus escaleras, en las que colgaron una enorme bandera de Estados Unidos que ondeaba con la brisa.

Todos callaron cuando llegaron las limusinas negras que transportaban a la familia. Luego, el sonido tenue de las gaitas y los tambores empezó a intensificarse mientras la banda de la Emerald Society se acercaba, anunciando la llegada de un carro bomba que avanzaba lentamente, con el ataúd cubierto con una bandera y flores.

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El camión se detuvo frente a la puerta de la catedral y simultáneamente, miles de bomberos saludaron y sostuvieron el saludo hasta que el ataúd y la familia entraron. Durante la ceremonia, se leyeron algunas oraciones; la familia y los amigos leyeron sus panegíricos, seguidos por el alcalde y sus subordinados, como el comisionado de Bomberos, Tommy Von Esseny, y el comisionado de Policía, Bernard Kerik.

Tras la última bendición los hermanos de compañía cargaron el ataúd y lo subieron al camión que estaba esperando. En la parte trasera, había un letrero que decía: "Nunca olvidaremos". Los bomberos saludaron nuevamente mientras el carro bomba desaparecía por la Quinta Avenida, precedida de las gaitas que tocaban Amazing Grace, America the Beautiful, Battle Hymn of the Republic, y Going Home.

Una noche anormalmente cálida de principios de diciembre salí de mi oficina hacia la zona cero. No llevaba abrigo; quería tomarme un descanso y volver a centrar mi mente. Habíamos escrito casi 400 panegíricos para que el alcalde y sus subordinados los leyeran a lo largo de los tres meses anteriores, casi 45 en una semana; el alcalde había asistido a nueve vigilias y ceremonias a lo largo de cada uno de sus maratónicos días de 18 horas.

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Este ritmo incansable nos exigía tomar cierta distancia emocional para poder hacer nuestro trabajo. Pero ahora, mientras la carga de trabajo disminuía, el dolor crecía.

Los rescatistas habían estado trabajando en la zona cero a toda hora desde el desastre. Por la noche el sitio se alumbraba con reflectores, como si fuera el set de una película. Los incendios habían ardido durante ochenta días y se reavivaban cuando un nivel inferior de fuego quedaba expuesto al oxígeno del aire.

Ahora, los turistas y los peregrinos acudían al sitio; se quedaban a lo lejos, tomaban fotos de las enormes ruinas y de las torres esqueléticas que se alzaban sobre las cercas. En cada entrada había flores y poesías garrapateadas en papeles pegados a las luminarias. Los carteles de personas desaparecidas que habían aparecido en toda la ciudad en los días posteriores al ataque habían cedido ante los adioses desgarradores, las tarjetas escritas a mano con fotografías y las promesas de nunca olvidar.

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Los familiares seguían reuniéndose en la plataforma que se había levantado en el borde del sitio para mirar el lugar de descanso final de sus seres queridos. La tumba colectiva más grande de Estados Unidos existía turbulentamente como sitio sagrado y sitio de demolición. La magnitud de la destrucción, el tamaño de la herida que se había abierto en el corazón de nuestra ciudad seguía dando una lección de humildad e inspirando una indignación serena, una fría determinación.

A mi regreso me detuve en la capilla de San Pablo. Ahora era una especie de santuario; su reja de metal estaba cubierta de carteles y lonas en las que las personas habían escrito notas urgiendo a la gente a tener fe, expresando tristeza y pidiendo valentía. Dentro, la capilla se había transformado en un santuario para los rescatistas: había camas, comida, ropa y mesas de masaje, así como un cuarteto de cuerdas que de vez en cuando tocaba para apaciguar su alma.

La banca en la que George Washington se había sentado a orar ahora fungía como estación de enfermeras, llena de vendas y medicamentos. La funcionalidad de este espacio sagrado era alentadora… la democracia y la teología se entretejían sin esfuerzo.

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Lo más extraordinario y bello fue que a lo largo de las paredes de la iglesia, pegadas en pilares y bancas, había cartas y tarjetas escritas por niños de todo Estados Unidos, cubiertas con dibujos coloridos de águilas, bomberos, las torres y agradecimientos: "Gracias… Fueron mis héroes… Lamento que la gente haya muerto… Gracias por salvar a la gente… Amo la ciudad… Dios bendiga a Estados Unidos".

Estas notas levantaron los ánimos de los hombres que todos los días revisaban los escombros y encontraban partes de cuerpos que la mitad de las veces se desintegraban al tocarlas. Sus actos y esas cartas fueron ejemplos poderosos de las razones por las que nuestra ciudad y nuestra nación triunfaría sobre el terror: en gestos grandes y pequeños, habíamos enfrentado lo peor de la humanidad con lo mejor de ella.

Las aplicaciones del 11 de septiembre

Impertérrito

Tras salir de la capilla de San Pablo, esa noche silenciosa, caminé por Broadway, pasé Wall Street, la iglesia de la Trinidad y Bowling Green, y llegué a Battery Park. Miré las aguas oscuras del puerto de Nueva York un rato y luego miré hacia arriba. Casi me sorprendió ver a la Estatua de la Libertad y la isla Ellis, serenamente en pie en el puerto.

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Luego, por un momento, vi la ciudad a través de los ojos de la historia. Recordé que este es el mismo cuerpo de agua por el que Henry Hudson llevó el Half Moon en 1609. Hudson no pudo haberse imaginado que el espacio salvaje que veía se volvería el hogar de ocho millones de personas de todas partes del mundo. No pudo haber imaginado que la isla estaría repleta de edificios más altos que montañas.
En menos de 400 años, nuestra ciudad ha crecido más que otras ciudades en un milenio, alimentada por la energía, la resiliencia y las innovaciones de cada generación.

Nuestro gran símbolo del comercio ha desaparecido… la intención de su arquitecto, ser un símbolo de un mundo en paz, quedó destruida en un acto de guerra violento y no provocado. Pero lo que realmente estuvo bajo ataque el 11 de septiembre fue la idea de la Ciudad de Nueva York y del mismo Estados Unidos: un faro de libertad, diversidad e igualdad de oportunidades. Ese espíritu quedó intacto e impertérrito. De hecho, nuestra devoción a esos ideales se ha fortalecido gracias al heroísmo altruista del que hemos sido testigos.

Ahora reconocemos que todos somos parte de una historia mayor; aunque nuestra ciudad nunca volverá a ser la misma, seremos mejores y más fuertes a consecuencia de lo que hemos vivido. Nos han quitado mucho, pero nos queda mucho; incluso en la oscuridad, una luz intensa sigue brillando sobre la ciudad de Nueva York.

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